Columna


Campanas de Navidad

ROBERTO BURGOS CANTOR

24 de diciembre de 2016 12:00 AM

El huracán imparable sacude muchas colas, arroja aire de maldad, parece alterar el calendario. Borra los islotes de sosiego que permiten comprender, examinar.

Diciembre, muchas veces recogido por sus amaneceres lentos frena la carrera loca de los días precedentes, era una esquina de deseos reposados. Las playas recibían visitantes que tomaban el sol y jugaban con el mar.

Parecía la época predilecta de las tragedias personales. Separaciones de amor. Suicidios. Abandonos. Diferente a este ahora en que el mal invade el colectivo endeble no terminado de tejer. Era la época de visitar a la modista del barrio; emborrachar al pavo; comerse los pasteles; mirar las vitrinas de pesebre y regalos; de querer más a los vivos y a nuestros muertos. Nadie sabe hoy qué ocurre para que el mundo esté atollado en una dolorosa sinsalida. Sin compasión. Destrucción de la humanidad.

Imposición violenta de la demencia, religiosa, política, cultural. Ocurre de todo.

Dicen, unos peregrinos de fe obcecada, en la plaza de la santidad cristiana, mientras esperaban que por la ventana del angelus asomara la mano de las gracias, cómo les pidieron paciencia por la demora en recibir la bendición. Les explicaron que el Pontífice hablaba con dos políticos colombianos, sin la valentía de citarse a duelo para resolver con el silencio de la muerte de honor tanta idiotez acumulada.

Como puestos de acuerdo por inspiración divina, empezaron a clamar a grito desaforado: ¡Que los confiese! ¡Ay!, sacramento de secretos absueltos. 

Como aún no merecemos el sosiego nos someten al asco del secuestro de una niña: maltrato, violación y muerte. Algunos piensan que el relato torpe y repetido por días y días es peor que el hecho. El escándalo y la rabia a veces no permiten ver detalles donde también se incuban nuestras desgracias.

El asesino de la niña, profesional ilustre con más estudios que el asesino de mujeres en Monserrate, o el barba azul de niños, incapaz de meterse un tiro en la cabeza o de ofrecerse al linchamiento, busca, primero un abogado; y después un médico. El periódico dijo: “Rafael Uribe Noguera no aceptó cargos por recomendación de su abogado.” Así que yo me sé culpable y mi abogado me convencerá de que no lo soy. Y enredar al juez y vociferar por la radio. ¿Eso es la defensa? Yo no fui aunque sé que fui.

¿Y nuestras universidades? Así nada nos rescatará del oprobio. Quizá el arte nos muestre lo insoportable de nuestras porquerías.

BAÚL DE MAGO
reburgosc@gmail.com

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