Columna


Cartagena gourmet

CARMELO DUEÑAS CASTELL

27 de mayo de 2015 12:00 AM

Cocinar, como todo lo que se hace para otros, impacta en el estado de ánimo, es edificante para el espíritu, relaja la mente y aclara las ideas. No sé si será la mixtura de olores y sabores o la complejidad en tiempos de preparación o el estricto orden de los pasos.

Lo cierto es que se genera una ansiedad novedosa por lo impredecible del resultado, a pesar de haber hecho el mismo plato muchas veces. Por muy estrictos que seamos en las recetas, los ingredientes, las cantidades y los tiempos, el desenlace puede ser tan diferente al esperado que todo, proceso y resultado, se asemeja a la vida diaria, tanto en lo trascendente como en las situaciones más banales. En ambas, la vida y la cocina, a veces hacemos algo diferente y el resultado puede no ser el esperado.

Siempre pienso en dos personas: la primera, Mamá Elena, maestra culinaria en crear los mejores platillos. Tres eran mis preferidos. El mote de queso, del cual comenté previamente. El arroz de chorizo, con ese chorizo en vías de extinción, embutido manualmente en una transparente vaina. En su interior, la carne color ocre brillante, veteada con el blanquecino y prohibitivo colesterol, traído de las magistrales artistas de Arjona o Turbaco. El arroz, de un dorado intenso, contrastaba con pedacitos del glorioso chorizo. Pero el éxtasis era el fondo del caldero, ese último centímetro inundado del áureo líquido humedecía peligrosamente el cucayo que yo raspaba con fruición. El tercer plato, casi imposible de realizar hoy por sustracción de materia, el arroz de pisingo.

La otra persona, mi madre, hace un único y magistral postre. La masa de harina, azúcar, sal y mantequilla mezcladas graciosamente en un recipiente al cual se va agregando agua, poco a poco, hasta obtener la textura deseada. Luego de reposada, dividía la masa en dos partes. Entre tanto pelaba y cortaba unas manzanas rojas, las mezclaba con azúcar, sal, nuez moscada, canela y algún ingrediente secreto que nunca pude saber cuándo lo ponía pero que siempre tuve claro que era una gran dosis de amor.

Bueno, total, la mitad de la masa tapizaba el refractario para verter sobre él la jugosa salsa de manzanas. La otra mitad de la masa cubría la mezcla de manzanas. Entonces metía el molde en el horno a temperaturas inimaginables, por un tiempo desconocido, que variaba según el color de la masa tras las inspecciones que periódicamente hacia la artista. Mágicamente, a la hora de la repartición, el gigantesco recipiente era convertido, por la gula de los comensales, en un diminuto platillo. Este manjar jamás ha sido igualado por mano humana diferente.

En Cartagena, día a día, se conjuga el buen gusto en la cocina y el yantar con una diversidad de expresiones culinarias que aspiran posicionarla en el mapa gastronómico universal. Buen apetito.

crdc2001@gmail.com

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