Columna


Cartel maloliente

RODOLFO SEGOVIA

20 de diciembre de 2014 12:02 AM

El cartel del papel higiénico y derivados menos coprológicos merece el epíteto excremental de fama senatorial. Las cinco compañías con las manos en las heces representan lo peor del capitalismo, que no debe confundirse con la economía de mercado. Todo lo contrario.

Explotar al consumidor por los Feos, como se autodenominaban, es lo que Adam Smith llamó “el espíritu monopolístico de comerciantes e industriales”. El que la legislación castigue hoy esa conducta es un tributo al gran filósofo escocés: beneficia al bien común que el mercado opere. El mercado, decía, es una maravillosa máquina social al servicio del consumo “que es el único destino y propósito de toda producción”. Interferirlo es antibienestar. El gobierno está para salvaguardar su funcionamiento, nunca para sustituirlo; los gobiernos son “manirrotos, irresponsables e improductivos”. Y el gobierno es un santo comparado con los monopolios.

Las diatribas de Smith contra quienes entorpecían su sistema para enriquecer la sociedad iban contra los negociantes de una misma actividad, asociados para oprimir al público. Sus reuniones, decía, conducían a conspiraciones moralmente inaceptables contra el consumidor, para sacudirse de la competencia y aumentar precios. Eran, decía, la inevitable consecuencia de la codicia, y su pecado capital era interferir el mercado. El retrato de los Feos.

Al mercado se le puede confiar producir la mayor cantidad de bienes y servicios al menor precio e impedirlo atenta contra el bienestar social. El superintendente de Industria y Comercio, Pablo Felipe Robledo, intenta sancionar a los confabulados contra los consumidores de papeles de aseo. Hasta don Sancho Jimeno, defensor de Bocachica en 1697, lejano de la economía política, barruntaba que el monopolio de la Flota de los Galeones era el peor enemigo del comercio indiano.

A Adam Smith no lo preocupan las angustias de El capital en el siglo XXI: acumular capital y su contraparte la inequidad. Veía el anverso: la codicia como el instrumento de armonía cuando hay competencia. Así, el interés individual genera los bienes que la sociedad quiere, en las cantidades que necesita y a los precios que está dispuesta a pagar. Y, vital en naciones pobres, minimizando la mala asignación de recursos. 

Adam Smith, hombre de la Ilustración, creía en la perfectibilidad del ser humano en la libertad y la racionalidad. Los horrores del siglo XX restan lustre a esa convicción, pero no se equivocó al intuir que anónimas apetencias encausadas por la competencia multiplican los panes. La matriz de Leontief, único y pobre sustituto con pretensiones universales, demostró ser impracticable. La clave es la competencia leal y la abstinencia estatal de conceder prebendas. Adelante superintendente, faltan esquinas por escudriñar.

rsegovia@axesat.com

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