Columna


Ciega terquedad

RODOLFO SEGOVIA

01 de octubre de 2017 12:00 AM

El candidato Julio César Turbay Ayala aludía en 1978 a las justas proporciones de la corrupción, que él, rey del clientelismo, se comprometía a mantener tolerable. Malabares éticos. No se percibía aún que los diques se estaban desbordando, inundados de drogas ilícitas.

Trump trina, como trinaron sus antecesores. Nada nuevo; no hay para qué desgastarse en inútiles atufos y justificaciones. Se pierde el foco del verdadero gran reclamo que Colombia debe hacer: la corrupción originada por la fracasada política de interdicción de sustancias alucinógenas proclamada por Richard Nixon en 1971. 

Primero fueron los guajiros, pero como ellos hacen parte de la marginalidad colombiana, el despacho de Santa Marta Golden se convirtió en motivo de chanza nacional. La mayor molestia fueron las 4x4 y las pistolas a la vista en la atónita Barranquilla. Pasó la bonanza al perderse el mercado por adulterar marimba con matarratón, pero dejó un tufillo de corrupción.

El maridaje entre la droga y la política en el episodio Pablo Escobar-Santofimio y en el sobrecogedor magnicidio del ministro Lara Bonilla disparó alarmas. “Plata o plomo,” fue otro peldaño en el descenso hacia la corrupción avalancha. Y apareció la burocrática autojustificación de la DEA que ha contribuido a torpedear modificaciones a la absurda política de interdicción en geografías ajenas.

La sólida tradición de juridicidad colombiana sufrió un rudo golpe en la toma del Palacio de Justicia, untada de narcotráfico. Carteles compraron hasta la guerrilla, la pura. Con la institucionalidad debilitada, la corrupción se introdujo por las fisuras. Combinada con el dinero fácil, no hubo voluntad para atajar la descomposición. Hubiese sido mucho esperar, en un país que bregaba por adaptarse a la modernidad.

Carteles descabezados resurgen multiplicados porque su causa última no está en Colombia. La interdicción crea márgenes de utilidad para que sea demostradamente imposible atajar el tráfico. Y la corrupción subió al ejecutivo. Quién iba a guardar la heredad si el presidente se torcía impune para comprar una elección. Proceso 8000 o no, las reservas éticas se agotaron. La permisividad sin compuertas se apoderó del Estado y de la sociedad civil. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1687, conoció mucho de artimañas en una época de descomposición, pero había un rey y una religión de que agarrarse.  ¿Y ahora?

Y para colmo, una guerrilla, boqueando después de la caída del Muro de Berlín en 1989, adquirió resuello renovado sumándose a las bandas de narcotraficantes. Fueron 25 años más de muertos y corrupciones por cuenta de la interdicción. Pero aquí no se reclama por los cruelmente ultimados, que ya sería justo. La indignación de hoy es por las secuelas ocultas de la insostenible política de interdicción. Existían, por supuesto, semillas de corrupción antes de Nixon, y hasta quizá no tan en sus justas proporciones, pero el cortocircuito accionado por una ciega terquedad ha arrinconado a Colombia en la oscuridad, expuesta a todas las aventuras.

rsegovia@sillar.com.co

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