Muchos años atrás, cuando mi vida era tan reciente que desconocía el significado de la mayoría de las cosas del mundo, mi padre regresó de Bogotá con uno de estos enigmas en las manos. Yo sabía que era un libro porque estaba familiarizada con esas hojas encuadernadas donde venían escritas las fábulas de Esopo, Pombo y Samaniego, pero cuando lo agitó en el aire como a una bandera y nos dijo a su familia y a unos invitados que pasarían varios siglos antes de que en Colombia se volviera a escribir una novela como esa, mi confusión fue plena. Yo tenía siete años, el libro acababa de tener su primera edición aquel año de 1967 y uno de los lectores iniciales, que era mi padre, aseguraba que era una obra portentosa como un tal Quijote del que también yo ignoraba todo. Esa noche fui a tientas a su biblioteca tan solo para averiguar qué era una novela y por qué Soledad llegó a cien años. Pero pasé días y noches dedicada a buscarla entre tantos personajes y no encontré su nombre sino hasta el final del libro en medio de una frase incomprensible: “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Me olvidé del asunto, pero lo que había descubierto era que las novelas eran como esas historias que mi madre me leía, pero mucho más largas y complicadas. El siguiente año mi padre compró una pequeña finca de recreo y volví a recordar a Soledad cuando nos informó que su nombre sería Macondo. Es el pueblo de la novela, nos dijo, y en ese Macondo familiar de pocas hectáreas, en las pausas que me dejaban mis siembras de hortalizas en diminutas parcelas, y las expediciones a lomo de burro hasta el caserío vecino, me aproximé a leer novelas de un modo desordenado. Recuerdo que de Alicia en el país de las maravillas pasé a Cien años de soledad y que al mismo tiempo en que yo leía, mi padre, que era entonces gerente de la electrificadora de Sucre, inauguraba en los corregimientos y municipios el servicio de luz frente a moradores expectantes que veían el acto con la misma fascinación con la que Aureliano tocó el hielo y yo me dejé atraer por los inventos que el gitano Melquíades llevó a Macondo. Pero abandoné la lectura y esperé el tiempo en que podría comprenderla ‘como la adulta que serás’, me dijo mi padre, terminante. Ese día no tardó y entonces supe por qué le impresionó tanto la saga de los Buendía. Allí estábamos todos. Era una magistral parodia bíblica con su génesis, éxodo, diluvio, profeta y hasta apocalipsis. Gabriel García Márquez fundó un micromundo basado en las tradiciones hispanoamericanas y universalizó nuestro modo de ser social. Mi padre tenía razón: Cien años de soledad cumple este año cincuenta años de felicidad y su reinado es absoluto.
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