Casi sin despertar interés ni suscitar debate, la prensa especializada en negocios publica con frecuencia tablas comparativas sobre la economía mundial, en las que Colombia está siempre rezagada.
Hace poco, vi las comparaciones mundiales sobre la competitividad del último año, en el que, al contrario de las peroratas del presidente Santos y su ministro de Hacienda, con las que intentan engañarnos, estuvimos como siempre al final de la tabla.
No podría ser distinto por el retroceso en nuestra infraestructura vial, los altísimos costos energéticos para el aparato productivo y comercial; pero sobre todo, por el notorio deterioro de la locomotora de la innovación y del emprendimiento y la desbordada corrupción.
Se dice hasta el cansancio por la comunidad científica nacional, respaldada hace poco por trece nobeles de distintas ciencias, que no será posible la prosperidad económica sin invertir bien en educación de calidad e investigación científica. Pero este gobierno, haciéndose el desentendido, sigue recortando el presupuesto de Colciencias para engordar los desbordados beneficios para los terroristas de las FARC.
Aun así, el más pesado lastre en la competitividad, como también en todos los frentes, es la generalizada corrupción, que a veces poco parece conmovernos. Aunque, bueno es reconócelo, últimamente, a paso lento, nuevos actores se animan a denunciarla, sumándose al debate.
Empieza a ser claro que el flagelo es generalizado y que no solo está en los negocios estatales, sino en todos los frentes.
Impresionó ver la semana pasada en la valiente investigación de Mauricio Gómez, presentada durante cuatro días por CM&, cómo la corrupción acompañada de una alarmante tolerancia e indiferencia ciudadana está a punto de devorar a Cartagena, aunque lo mismo ocurre en todo el país.
Mientras se controla y castiga a los corruptos, será necesario, como se ha propuesto, que enseñar ética en el sistema educativo y en la vida familiar se restablezca con fuerza, sabiendo que esa singular acción no bastará.
La ruta para derrotar el mal deberá, sobre todo, fundamentarse en la denuncia permanente de los hechos de corrupción que conozcamos, movidos por la indignación que nos despierten tales delitos.
La sanción y el aislamiento social de los corruptos debe ser la norma. Los cartageneros, por ejemplo, de haber actuado en esa forma habrían podido evitar muchos de los males que hoy padecen.
Allí, solo citando un caso, frente a las narices de todos, como lo mostró Mauricio Gómez, durante la privatización del puerto, algunos dirigentes políticos se enriquecieron sin que nadie denunciara lo evidente que, solapadamente, se comentaba de boca en boca.
No es posible tolerar la actuación de los corruptos sin aplicar contundentes correctivos. Si no corregimos ahora el rumbo jamás superaremos nuestro atraso.
FRANCISCO NOGUERA
francisconoguera@gmail.com
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