Columna


“Damisela”

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

12 de abril de 2015 12:00 AM

A las mujeres que ejercen la profesión más antigua del mundo se les llama de distinta manera. No recordemos las acepciones más afrentosas, sino las menos injuriosas. Meretrices, verbigracia, es más lascivia que méritos. Hetairas, más ligereza que estrógeno. Guarichas, peyorativa y acachacada. Casquivanas, más informal que ignominiosa.

Confieso que no incluí la suavizada “damisela” porque una veterana de la alcahuetería, que murió nonagenaria y feliz de haber proporcionado dicha a los hombres y ocupación a las mujeres, se ufanaba de haber sido llamada así en pleno éxito de la canción de don Ernesto Lecuona. Cuando la escuchaba en discos de 78 revoluciones por minuto, sobre todo aquel verso que dice “damisela encantadora”, le sonreía a su machucante con presunción de cortesana.

Ella ignoraba que los diccionarios definen a la damisela como “moza que presume de dama”, pero tenía el pálpito de que “dami” (sin sela) era prima hermana de la que significa “mujer noble o de calidad”, digna de piropos y galanterías. ¡Ah!, de las que vivían orgullosas de que los caballeros andantes llevaran su divisa, pero lo presentía. La vanidad femenina –la sana– es rica en pálpitos y presentimientos.

En los videos porno se refieren a la actriz de las escenas de sexo industrial como “guarra”. No a la hembra del guarro (cerdo), sino a la “mujer sucia o desaliñada, grosera y sin modales, ruin y despreciable”. No la clasifica como trabajadora sexual, a lo mejor porque se puede ser sucia o desaliñada, grosera y sin modales, ruin y despreciable sin ser, necesariamente, una profesional que vende su cuerpo y sus caricias.

Hay, sin embargo, una acepción que cayó en desuso, pese a que suena casi igual a una de las denominaciones lugareñas del morro viril: “Mondaria”. Está desusada, como lo admite el Diccionario de la RAE, tal vez por los caprichos del vocabulario en el mundo de la chulería, que en pleno auge de la tolerancia consentía palabras que repicaban hasta el aturdimiento en los tímpanos de los oyentes y mataba otras en la memoria de juerguistas y parranderos. También había brechas, por el desuso, entre el latín de los colonos romanos y el de nuestros amigos Virgilio y Cicerón.

De todos modos muy extraño ese desuso, por lo que en los años treinta del siglo pasado, cuando vinieron las primeras hetairas francesas a montar burdeles a Colombia, una de ellas, la Perrier, había exclamado, al ver desnudo a un negro espigado en el patio de su negocio con el asta masculina erecta: ¡Mon Dieu!
– ¿Oíste –le dijo el gobernador al alcalde, allí presentes– cómo le dicen estas viejas al pico de carne sin hueso que forja la vida? 
–Claro, Napo.
¡Mentes podridas! Mon Dieu traduce “Dios mío”.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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