Don Jorge Román García llegó al punto de su vida donde no pudo arrancarle una sola pluma a sus remordimientos del pasado, ni agregarle un rayo de luz al porvenir. Fue entonces cuando decidió recoger sus pasos.
A sus 86 años, bien vividos y gozados, conservaba la lucidez y la picardía pero su salud y entusiasmo ya eran casi cenizas que se las llevaría el viento. Aquella última tarde, por primera vez en medio siglo de inmancables tertulias, la política, los Yanquis de Nueva York y los chismes sociales, fueron desplazados de la mesa de dominó. Hoy hablarían de ‘los caminos’, pero no solo de aquellos recorridos sobre llantas y zapatos de charol, también de los transitados con los pies descalzos y los latidos del alma. Don Jorge no concedió, ni un solo instante, el uso de la palabra y casi como rebelando inconfesable adulterio, les dijo que los caminos, como ocurre en Cartagena desde la colonia, son de distintas clases sociales: humildes, de espaldas polvorientas, casi desnudos, con una que otra florecita silvestre disimulando su melancolía y su soledad. Otros, aristocráticos, estíticos y briosos, vestidos de negro reluciente, con larguísimas corbatas blancas, resguardados por fortalezas donde cobran el disfrute a la luz, al oxígeno y a la acuarela de los paisajes que a todos nos pertenecen.
Con los ojos cerrados, don Jorge recordó de nuevo los caminos románticos y perfumados, como la primera novia, que nada pide a cambio, y lo llenaron de sonrisas y añoranzas. También remembró los caminos vertiginosos y agresivos, con abismos a lado y lado de su garganta, exhibiendo, como trofeos de muerte, cruces, lápidas y flores de plástico.
Estuvieron de acuerdo en que los caminos casi siempre son engendrados por la mano del hombre. Unos, hijos legítimos de la búsqueda de nuevas lunas y nuevos soles, y otros, bastardos de aquel que buscan escabullirse de un mal recuerdo. Pero eso sí, los senderos libres y eternos, se fecundan con el amor y paciencia del artesano mientras acaricia la frente del hijo o se consiente a los nietos.
Don Jorge, con la nostalgia de un náufrago en altamar, certificó que aquel que pretenda fabricar caminos libres y sin fronteras, deberá robarle la generosidad a los guayacanes y la esencia al colibrí, llevando siempre a la alegría como compañera inseparable.
-Tengo la sospecha -sentenció don Jorge- que en esta época del “sálvese quien pueda” y del “cómo voy yo ahí”, no fabricamos caminos sino despeñaderos de odios y atajos de codicia. Los caminos de hoy ya no se trazan en el pizarrón de los sueños sino sobre los libros de contabilidad.
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