Se podría conjeturar que de las músicas de la tierra, de patio y de salón, el bolero es la más frecuentada para martirizar las heridas de la ausencia, de la imposibilidad, de las distancias entre corazones. Se sienten más sus dejos de queja o de orgullo junto al mar.
Y el vallenato la más ofrecida para enamorar y sobrevivir a los domingos en la hamaca, adormecido por el aire cálido de una llanura sin horizonte, mientras nada pasa afuera. Sus letras sencillas y cariñosas sorprenden el sentimiento de las muchachas primerizas en enamoramientos y traen, intacta, las sonrisas, picardías y acercamientos de la noche anterior. Ayudan a la inexpresión de la timidez y son voceras de un corazón acoquinado. Noche (no te vayas) por desgracia vuelta ripio del recuerdo, añoranza sin repetición.
El bolero y el vallenato contribuyen a la tolerancia sentimental. Se pueden escuchar solos, o acompañados. Uno y otro, cuando juntos, permiten con un supuesto cómplice recordar un secreto, una caricia inolvidable que nadie más notó. Y, ¡claro! las dedicatorias implícitas que parecen llegar como esquela lacrada a alguien que las recibe. Ocurre, a veces, que eso fue todo, un todo grande. No se verán más. Pero de estas complicidades discretas se alimenta la esperanza. Un día o una noche, se sentirá que ese ser te sigue oyendo y tú pensándolo.
Llegué al vallenato tarde. Mi generación, los amigos, fuimos adictos a los Beatles y a los Rolling Stones, a Bartok y a Jarret, al jazz, a la locura de Dios con Bach y Pachebel, a la alegría desatada de los gregorianos y la compañía de los fados. Al diablo llamado por Stravinski.
Este gusto nos ayudó a entender la diferencia entre lo que viene y lo que está.
En alguna ocasión, Gonzalo Arango, quien presidía un movimiento literario autoproclamado como fundación de la modernidad, con sus sermones atómicos, la Cocacola y los aparatos del espacio estelar, se quedó una semana en La Boquilla. Oyó sin desfallecimiento, en un oxidado Wulitzer, moneda tras moneda, a Escalona interpretado por Bovea. Hoy percibo el hueco de las voces y las notas que se apagan.
Gina Ruz cuenta que viene del funeral de Enrique Díaz. Sin necesidad del acetato está otra vez su acordeón de dedos y fuelle ligeros y su voz estragada por los sentires distintos. Interpretó como nadie La caja negra, himno de los voluntariosos que reclaman los sosiegos de la comprensión para sus desmanes. El hombre que trabaja y bebe, hombe, como no: déjenlo gozar la vida.
Juglares como él recorrían los caminos de sus regiones y las sendas del alma. Sabían cuáles canciones interpretar. Huellas de existencia.
*Escritor
reburgosc@gmail.com
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