Columna


Descortesías y agresiones

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

11 de enero de 2013 12:00 AM

PANTALEÓN NARVÁEZ ARRIETA

11 de enero de 2013 12:00 AM

Las imágenes en la televisión. Me sorprendió que una dama egipcia, que lucía un corte de cabello realizado con esmero, vestía un abrigo que resaltaba su posición social y no escondía su disgusto, lanzara un manotón contra el rostro de una agente de policía que atendía el mostrador del aeropuerto de Larnaca.  l incidente se originó porque esta le desconoció a aquella la condición de diplomática e incurrió en la descortesía de exigirle que se despojara de sus zapatos. Pero me sorprendió también que las autoridades de Chipre, en vez de pedirle compostura a la agresora, lamentaran el suceso y ofrecieran disculpas.
Quizás el protocolo disponga que la ofensa que se cometa contra la dignidad de un embajador se repare a través de reconocer el error mediante manifestaciones que trascienden el plano personal, de manera que no solo quede enterado el agraviado, sino también la comunidad internacional. Sin embargo, lo que el mundo vio fue la arremetida de la diplomática, cuyo cargo, se presume, debe ejercerse dentro de los límites de la tolerancia y el respeto hacia los demás, sin distinguir entre quienes laboran en su séquito o sirven como funcionario del país en que desempeñan su tarea.
No desconozco que las normas que rigen el trato que se le debe dar a dignatarios de otros estados son ineludibles, ni minimizo el efecto que una equivocación en este sentido apareja. Pero ello no es óbice para destacar que el proceder de la diplomática desbordó los parámetros de su fuero, que no la habilita para atacar o ultrajar, sino para dominar las emociones, aunque esté siendo víctima de un desaire o de un insulto. Si los embajadores pierden el control frente a trivialidades y abofetean a un guardia, qué esperamos de quienes no están obligados a observar modales de caballeros.
La respuesta de las autoridades chipriotas, por su parte, denotó firmeza para priorizar las relaciones internacionales, condescendencia con la rabieta de la diplomática  e inhibición para reprochar por el abuso que se cometió contra la policía que vigilaba en el aeropuerto, a quien seguramente destituirán, pretextando una omisión en sus deberes. Así la reparación de la ofensa que ella infringió adquirirá la dimensión de retaliación y evidenciará la aplicación de una lógica que oculta los atropellos de quienes detentan el poder, sacrifica la dignidad de los subalternos y favorece la injusticia.
Lo ocurrido desdibuja la idea que los hombres del común tenemos de la diplomacia, pues a quienes la ejercen le asignamos la virtud de persuadir y no la tropelía de blandir la fuerza para triunfar, ni siquiera frente a circunstancias que incomodan, lo que induce a cuestionar la eficacia de los procedimientos que se aplican para seleccionar a los embajadores y al séquito de colaboradores de las sedes diplomáticas, de cuya conducta se comenta, como pasa con la bacanal que se registró en la embajada de Honduras y los contrabandos que, de cuando en cuando, se encuentran en los equipajes de los diplomáticos.   
Parece que hoy los embajadores olvidan que los reconocimientos y privilegios derivados de su quehacer, además de ilustración en geopolítica, negocios y modales, depende de los sacrificios y restricciones que su condición encarna, que les impone dejar de comportarse como políticos locales. 





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