Columna


Disidentes contra la paz

MAURICIO CABRERA GALVIS

02 de julio de 2017 12:00 AM

Al firmar un acuerdo que pone fin a un conflicto armado siempre hay disidentes que quieren seguir en la guerra, porque no aceptan la negociación, piensan que es rendirse, o porque la guerra es su negocio y les da grandes utilidades. Eso pasa acá con el acuerdo entre el Estado y las Farc.

Se sabe que la gran mayoría de la guerrilla entregó sus armas, pero unos pocos no lo hicieron, aunque en mucha menor escala que las AUC después de Ralito, cuando gran parte de los reinsertados volvió a la delincuencia y al narcotráfico en las “bacrim”. Ahora unos cuantos guerrilleros desconocieron la autoridad del secretariado, rechazaron las negociaciones de La Habana y siguieron en sus negocios ilícitos.

Esos grupos de delincuentes – ya sin justificación política ni ideológica- deben ser derrotados por el Estado, y en este caso puede ser más temprano que tarde ya que las mismas Farc dan información para combatirlos, pues les interesa que desaparezcan.

Es menos reconocido que del lado del Estado también hay disidentes que rechazan la legitimidad del Acuerdo. No solo cuestionan la autoridad del presidente –la rama Ejecutiva del Estado- para negociarlo y firmado, sino que quieren ignorar que las otras dos ramas del poder público, el Congreso y la Corte Constitucional, avalaron el Acuerdo con las modificaciones sustanciales introducidas luego del triunfo de las mentiras del ‘no’ en el referendo.

Entre los disidentes que pretenden que el Estado incumpla el Acuerdo hay varias posiciones. Los extremistas quieren seguir la guerra y asesinan a líderes sociales y exguerrilleros. Otros quieren volver trizas lo pactado e imponer a las Farc las condiciones de una victoria no lograda en la batalla. Y otros más moderados plantean solo cambios al Acuerdo, pero son tan sustanciales que harían imposible cumplirlo.

El objetivo de todos los disidentes es hacerle conejo a la paz y a las Farc, ahora que estas cumplieron con su principal compromiso: desmovilizarse y entregar las armas. Fue lo que hizo el arzobispo Caballero y Góngora después de que José Antonio Galán firmó las capitulaciones de Zipaquirá con las que disolvió la insurrección de los Comuneros.

Si lo logran, las Farc no podrán defenderse en el corto plazo porque ya no tienen capacidad militar; sus dirigentes se exilarían o serían asesinados como Galán; y los guerrilleros que sobrevivan volverán a la violencia, ante la frustración de no poder reintegrarse a la sociedad como se les prometió. El gran ganador del conejazo sería el ELN, que abandonaría la mesa en Quito y atraería a muchos excombatientes.

En el largo plazo el estigma de la traición germinaría en nuevas formas de insurrección y protestas que, como sucedió con los descendientes de los Comuneros, terminaron al gobierno de los virreyes traidores.

El futuro de Colombia se juega en el cumplimiento del Acuerdo de paz por la guerrilla y por el Estado. En las próximas elecciones no se puede permitir que los disidentes de ambos bandos acaben con la esperanza de construir un país mejor para nuestros hijos y nietos.

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