No son pocos los barrios pobres que he visitado donde niños, jóvenes y adultos se notan extraviados en los vericuetos de la nada, agujero que intentan llenar quemando en las esquinas las horas muertas, jugando arrancón o dominó, mientras la dirigencia comunal anda más enfocada en que el Distrito pavimente, por lo menos, la calle principal.
En tanto que las niñas aún no han cumplido los 15 años y ya están pensando en la manera de conseguir dinero a como dé lugar, para solventar las urgencias que les dictan sus vanidades e ignorancias, los activistas cívicos se devanan el cerebro redactando proyectos en pos de la construcción de una sede comunal o de unos metros de andenes con que maquillar la precariedad.
No estoy diciendo que sea inoficioso el procurar que se le cambie la cara al barrio rescatando calles destapadas o abriendo sitios de esparcimiento comunitario, pero qué extraordinario sería que la misma devoción que se le prodiga al cemento se aplicara al cultivo de los valores sociales y familiares, y a la reconstrucción de quienes ya cayeron en el laberinto de las malas decisiones.
Eso de confundir el progreso con el cemento ha sido, en los últimos años, una de las improntas más recurrentes de la vida popular cartagenera, lo que podría explicar suficientemente el porqué de la poquedad de zonas verdes, parques naturales o campañas de arborización verdaderamente comprometidas con la gente y con el ambiente que habita.
Podría explicar, además, la proliferación de edificios hasta en las zonas más impensadas, que pudieron ser espacios para la creación de empresas cívicas más nobles, pero el afán de la ganancia monetaria resulta exhibiendo más fuerza que el sentido de pertenencia y la responsabilidad ciudadanas.
Nadie se pronuncia, pero se arman estruendos festivos siempre que se inaugura una pavimentación o se le cambia el bombillo a un poste, aunque el alma de los jóvenes se pudra en el sinsentido y aunque el barrio cada vez más se llene de parqueaderos ilegales allí donde pudo haberse construido un complejo cultural con que empezar a enriquecer la mente colectiva.
Eso de inundar con pavimento el barrio, sin emprender cruzadas que mejoren el pensamiento y el comportamiento de sus propios residentes, tarde que temprano se traduce en una pésima inversión que solo se ve cuando gente sin valores cívicos y culturales destruye las mismas calles, parques, espacios verdes y escenarios deportivos con los que trataron de venderles una idea de progreso que –en honor a la verdad-- está más emparentada con el fracaso.
*Periodista
ralvarez@eluniversal.com.co
Comentarios ()