Desde que vivo en la costa Caribe me confunden con Alfredo Gutiérrez. Alfredito, me gritan en la calle. Y me piden la firma. Y yo sigo orondo.
Uno de los problemas de parecerse físicamente a alguien no es la confusión inmediata de identidades sino el fastidio de aclarar que no soy “él” sino quien se le parece. El único que cree que ese parecido no existe es uno, porque, en su incorregible vanidad, cree que es irrepetible.
Desde que vivo en la costa Caribe me confunden con Alfredo Gutiérrez. Alfredito, me gritan en la calle. Y me piden la firma. Y yo sigo orondo. No porque no admire al acordeonero y cantautor sino porque, vistos de cerca, nuestro parecido es más bien un malentendido de la vista. Pero nos parecemos. Y no puedo hacer nada, ni siquiera tocar un acordeón.
Le he sacado partido al parecido. Una vez fui a la peluquería del hotel donde me hospedaba y me recibieron con bombos y platillos y vaso de whisky. Cuando iba a pagar no me cobraron pero me pidieron que les tocara una. Les dije que con mucho gusto, que iba un ratito a la habitación y traía el instrumento. No volví. No habrían aceptado que les devolviera la amabilidad con uno de mis libros.
Heriberto Fiorillo tuvo la ocurrencia de reunirnos en el Carnaval de las Artes de Barranquilla. En un arranque de modestia- que es por general la vanidad disfrazada- dije en público que la comparación era desafortunada, que Alfredo hacía con el acordeón malabares que yo no había conseguido hacer con la escritura.
Se corren riesgos. Un día, en Quiebracanto, alguien mandó una botella de Old Parr a mi mesa. La rechacé. Aburrido, sabiendo que me confundían y que de noche todos los gatos son Gutiérrez, dije que, por favor, no me confundieran.
Y ahí fue Troya. Casi muero por la boca: los admiradores de Alfredito se ofendieron, quien era yo para sentirme superior al más grande artista parido en las sabanas del mundo. Ese día me di cuenta de una cosa: uno no puede hablar mal de ciertos artistas vallenatos, a menos que quiera correr ciertos riesgos.
No es tan grave con Alfredo. Con quien puede resultar letal es con Diomedes Díaz. Hay artistas vallenatos que no tienen hinchada sino guardaespaldas.
El parecido con Alfredo me ha servido para introducirme en auditorios de colegios donde he sido invitado a dar conferencias. Voy a ser sincero -empiezo diciendo-.
Como Alfredo Gutiérrez no pudo venir, acepté venir en su lugar. Rompo el hielo. Sé que esos muchachos preferirían oír un toque de acordeones a una charla de literatura, pero al encontrarme parecido con el artista que admiran me empiezan a ver menos aburrido.
Nadie es culpable del doble que le tocó aguantar en la vida. Lo mismo debe de estar diciendo Alfredito. Un doble es un accidente inevitable, una confusión de la genética, alguien que no hará nunca tan bien las cosas que hace el otro: nunca moveré tan magistralmente los labios, haciendo la música de un asno, ni él escribirá los libros malos que no puedo esconder en las bibliotecas públicas.
*Escritor
collazos_oscar@yahoo.es
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