Columna


El estímulo de la tragedia

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

10 de mayo de 2017 12:00 AM

En Colombia se ha vuelto una mala costumbre que un gran número de nuestros funcionarios actúe con diligencia y aplomo siempre después de las tragedias. Es como si las catástrofes fueran su combustible ideal, la gasolina sin la cual no pudiera funcionar su indolente sentimiento del deber. En últimas, son funcionarios que necesitan de un espantoso detonante mediático para ponerse a trabajar.

Esto es lo que ha ocurrido en torno al control y la vigilancia de las construcciones ilegales en Cartagena. Tuvo que caerse un edificio de seis pisos sin licencia, dejando a 21 personas muertas y 23 heridas, para que la administración del alcalde Manuel Vicente Duque se empeñara en revisar las edificaciones ilegales que a diario se están levantando en la ciudad.

Sólo horas después del desplome del edificio Portales de Blas de Lezo II, una inspección relámpago llevada a cabo por la Alcaldía, la Secretaría de Planeación, la Secretaría del Interior, la Oficina de Control Urbano y los alcaldes locales arrojó el dato de que 48 de las 75 obras examinadas no poseen licencias (30 en la Localidad 1, 11 en la localidad 2 y 7 en la localidad 3), lo cual constituye un 64% de ilegalidad.

Esta investigación, realizada con un esmero hipócrita y populista, bien pudo hacerse antes de la tragedia de Blas de Lezo, entonces hubiera sido una maravillosa labor de la cual pudieran sentirse orgullosos nuestros funcionarios. Pero qué va, aquí en Colombia la seriedad y la diligencia no son síntomas de la prevención sino de la culpa, y por eso la mayoría de nuestros dirigentes y organismos de control sólo mueven un dedo cuando sobre ellos recae el llanto de las víctimas y el señalamiento de los medios.

Si en la sabiduría popular se suele decir que un hombre prevenido vale por dos, a partir de lo ocurrido en Blas de Lezo los cartageneros empezarán a murmurar que un Manolo desprevenido vale por 21 víctimas. Y quién sabe cuántas más. Nada bueno le espera a una ciudad en donde la tragedia es el estímulo necesario para cumplir con el deber. ¿Tendrá que derrumbarse el cerro de La Popa y arrasar con los barrios circundantes para que alguien piense en la peligrosa erosión que hay allí? ¿Es imperioso que se caiga el Mercado de Bazurto para que consideren una reubicación digna de sus vendedores? ¿Debe morir de hambre un antiguo comerciante del Mercado de Santa Rita para que puedan terminar la remodelación de ese mercado? ¿Hay que esperar un desastre multitudinario en Canapote para que alguien finalice el Hospital de Canapote? Ojalá la muerte no sea quien deba responder estas preguntas.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena
@orlandojoseoa

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