Para el pueblo llano, él, Diomedes Díaz, es “el más grande”. Y al pueblo hay que creerle y respetarlo en sus devociones y creencias identitorias.
El pueblo siente sin afectaciones; percibe con objetividad; se expresa sin rodeos ni galimatías. Es puro en el sentir, contundente en el decir, sabio en el propagar.
No finge sus sentimientos ni se niega a sí mismo en sus devociones; casi nunca, como no sea en las elecciones en las que es objeto de manipulación contumaz, se equivoca en sus decisiones y predilecciones.
El pueblo, sea cual fuere su asentamiento espacial, siente a Diomedes Díaz, se valora en él y hace suya la expresión musical encarnada en quien, en acto de libérrima identidad y consanguinidad popular, erigió en ídolo y prolongación de su ethos.
Eso no lo entienden ni aceptan los sedicentes intelectuales pequeñoburgueses que menosprecian y descalifican lo popular, sus expresiones y manifestaciones espirituales, estéticas y artísticas, a tal punto que cuanto en esa dimensión produce el pueblo les parece grotesco, de mal gusto, chabacano, intrascendente y falto de originalidad.
Y vituperan con largueza de aquellas desde las tribunas que han erigido en los “mass media” para cumplir el papel de la canalla vulgar y carroñera en nombre y representación de una falacia: la superioridad racial o social o territorial.
Del mismo modo que predican veneno en contra del pueblo, sus referentes y representaciones, igual “posan” de críticos de un modelo que son los primeros en defender, propiciar y consolidar como excluyente, clasista y profundamente segregacionista en lo humano, cultural, territorial y social.
Es cuando aflora en quienes se arrogan tal representatividad, sin contención ni escrúpulo ético, la vergonzosa diatriba, la burla cruel e inhumana, la condena y censura irrefrenable de cuanto entraña lo popular, sus manifestaciones, pensamiento, ideas y representaciones, tanto materiales como espirituales, ideológicas y culturales.
Más patente hoy que en cualquier otro estadio de nuestra historia en la condena y descalificación que en sus columnas, trinos, micrófonos y pantallas hacen de aquel que el pueblo valoró y asumió como “el más grande” de sus representantes, Diomedes Díaz, el ídolo al que vieron surgir de su entraña.
Y crecer y consolidarse con la fuerza arrolladora y gratificante de una música que entendieron, acogieron y exaltaron con fervor místico porque era el brote telúrico de una misma, única y común matriz: el pueblo.
En tanto la canalla se queda en la amarga soledad de sus perversiones de superioridad racial y falso imaginario de identidad, avive en el pueblo el canto de “el más grande” de los suyos: Diomedes Díaz.
Poeta
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