Columna


El Muro

ÓSCAR COLLAZOS

15 de noviembre de 2014 01:24 PM

Sal y Picante

Viví más de un año en Berlín Occidental, entre 1977 y 1978. West Berlín. Disfrutaba de una espléndida beca de escritor del Berliner Küntlerprogramm, de la DAAD. Y, como todos los berlineses del oeste, estaba condenado a vivir amurallado: para salir de la ciudad hacia la República Federal de Alemania había que atravesar corredores de la República Democrática de Alemania. Algunas estaciones del U-Bahn (o metro) estaban condenadas o tapiadas porque pasaban por la zona este.

Siempre tuve la sensación de vivir y dormir al lado de un vecino insomne y paranoico: en cualquier momento se le podía volar la familia de la casa, los enemigos podían metérsele a hacerle saboteos para que fracasara otro de sus planes quinquenales. Berlín fue una tierra de nadie del espionaje y contraespionaje de ambas partes durante la guerra fría.

El peor temor de Hörnecker y el Partido (y de los soviéticos, por supuesto) no era que los de occidente se les entraran sino que los de oriente se les fueran. Y se iban. El muro que separó las dos Alemania y que hace 25 años se convirtió en arqueología del siglo XX, fue el obstáculo más peligroso de un deporte extremo, tanto, que hubo héroes que no alcanzaron a saltar o a abrir el boquete y fueron alcanzados por las balas de los soldados de frontera.

Los extranjeros teníamos curiosidad morbosa de pasar al otro Berlín. Sobre todo los del Tercer Mundo (Asia, África y América Latina). La guerra fría nos convirtió no solo en escenario real o virtual de guerras locales, sino en consumidores de propaganda de ambas partes. Había que conocer el este para saber si el oeste mentía. O viceversa. En realidad, ambos mentían.  

A menos que tuvieran familiares al otro lado, a los alemanes no les interesaba meter las narices en esa herida; por allí se había ido la unidad de un país que había vivido la experiencia espantosa del nazismo, que salía de una guerra con el estigma de la culpa y, por la lógica de la misma guerra, se había partido en las dos mitades que dividían el mundo entre capitalismo y comunismo.

Berlín Este era gris e inhóspito, como todo país paranoico. No lo digo para compararlo con la brillante y seductora propaganda del Oeste capitalista. Lo digo porque todo parecía a punto de colapsar o acabarse y lo más revelador era el contraste entre el optimismo de los funcionarios y la apatía y el desencanto de los ciudadanos.
Pasé muchas veces a Berlín Este por Check Point Charlie. A ver museos o a visitar amigos. Y al maravilloso Berliner Ensemble, el grupo creado por Bertolt Brecht. Entre las ciudades comunistas de entonces, amaba Praga. Berlín, la más poderosa después de Moscú, era nocturna y cautelosa: una ciudad que ni siquiera cabía en la utopía de Marx.

ÓSCAR COLLAZOS

ocollazos@costa.net.co

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS