Columna


Elogio al maestro Héctor

ENRIQUE DEL RÍO GONZÁLEZ

04 de julio de 2015 12:00 AM

Transcurrió el mes de octubre de 1942, cuando al hogar del telegrafista, Don Aurelio Hernández León, y la maestra María Leonor Ayazo Argüello, llegó Héctor Cristóbal, llamado así por nacer el día doce, coincidiendo con la llegada de Colón en 1492. En 1952 la familia Hernández Ayazo recibe la visita de un sacerdote, quien se percata de la inusual inteligencia del pequeño, por eso lo presenta al seminario en Cartagena. En 1953, inicia sus estudios religiosos, y en 1958 le es impuesta la sotana, por lo que fue conocido como el curita. El inquieto joven decide retirarse, y culmina el bachillerato en 1959, en el colegio La Salle. Para el año 1960 ingresa a la Universidad de Cartagena, donde recibe el título de abogado en 1964. Inicia el ejercicio profesional con el profesor Rafael H. De La Valle Gómez y luego se independiza.

En enero de 1996 ingresé a la facultad de Derecho de la Universidad de Cartagena, desde ese instante fui consciente de la grandeza de aquel ilustre profesor. El universo alineó sus hilos, y por generosidad divina me vinculé como abogado penalista en sus oficinas en 2004. Desde aquel momento, hasta el 6 de julio de 2014, fecha triste de su repentina partida, mantuvimos una buena amistad. Privilegio del cual en este mundo gozamos pocos. Los que estuvimos a su lado, extrañamos cada día sus sabios consejos. Fui testigo de sus maravillosas virtudes: humilde, inteligente, estudioso, noble, honesto, responsable, trabajador inagotable, enemigo de los elogios y homenajes (por estas líneas le pido dispensa); tuve la fortuna de conocerlo de cerca, no tanto como hubiera querido, pero sí al punto de reconocer la forma tan perfecta con la que amó a su hijo Camilo; seguramente lo amará hasta siempre y donde quiera que se encuentre, más allá de lo terrenal y temporal.

Deja un inmenso vacío en aquellas personas que vimos en él, el compromiso, sacrificio y lucha por la construcción de la justicia y la equidad en la sociedad, lo cual percibíamos día a día con su diáfano quehacer, sus sinceras palabras, sus intachables acciones y todo vínculo que establecía con cada ser humano desde su interior.  

Luego de la muerte del maestro, Nicolás Pareja Bermúdez, uno de sus más queridos discípulos, me contó de la respuesta dada por él a uno de los clientes huérfanos que requería urgente la solución jurídica a un problema: ¡Cálmate, yo no trabajo al ritmo del difunto, recuerda que nadie en esta vida es indispensable, nadie, solo Héctor Hernández Ayazo! Tal pasaje refleja su grandeza. Dios nos vea con buenos ojos y permita que, de entre nuestras gentes, surja un ser humano de tan grandes virtudes.

Querido maestro y amigo, ¡siempre serás un ejemplo para las generaciones presentes y futuras!

*Abogado Docente Universitario
enriquedelrio1975@gmail.com

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