Columna


En el último jardín

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

12 de abril de 2017 12:00 AM

Cuentan algunos evangelios del Nuevo Testamento que después de la Última Cena, Jesús y sus discípulos se fueron a un jardín colmado de olivos llamado Getsemaní. Allí, aquel que se hacía llamar el Hijo de Dios pasó la noche en vela, orando entristecido porque sabía, con una certeza premonitoria, que Judas Iscariote lo había traicionado y venía en camino junto con un grupo de hombres armados con palos y espadas. Estos hechos se mencionan en Mateo 26:36 y Marcos 14:32.

Dos mil años después, en una geografía totalmente diferente, un barrio histórico de la ciudad de Cartagena también se llama Getsemaní. Sus almendros están lejos de parecerse a los olivos y su gente desconoce por completo el arameo; pero habría que resaltar que, pese al par de milenios que los distancia, ambos lugares conservan entre sí un curioso parentesco: son dos espacios donde todo sucede por última vez.

Getsemaní, el jardín de la última oración de un Jesús libre a punto de ser arrestado y conducido a su crucifixión, es también el último barrio de antaño en el que los nativos cartageneros están viviendo por última vez antes de ser desplazados y exiliados por los grotescos efectos de la gentrificación. Nadie parece querer hacer nada por este arrabal de negros condenado a la extinción. Todos prometen una legión de ángeles que nunca se aparece. Mientras tanto, los precios de las tiendas en Getsemaní se encarecen para aprovechar la venida del turista, el costo de los servicios públicos aumenta y el nuevo código de policía prohíbe la música y la cerveza en calles y plazas en donde las conversaciones siempre son precedidas por una salsa brava y una botella.

Así se nos pasan los años. Mi generación existe para presenciar cómo el tiempo se va comiendo las casas viejas. De a poquito nos vamos enterando de los amigos que han vendido sus casas en Getsemaní, que han tenido que irse porque en un barrio en donde proliferan los hoteles boutique y los restaurantes de lujo no es posible costear una legítima vida de vecindario.

Proteger el patrimonio barrial de la ciudad es un imperativo de gobierno en cualquier alcaldía del mundo. En Cartagena esto es un chiste. Aquí el espacio está al servicio de quien tiene la plata para usurparlo y la cultura popular no es otra cosa que un adorno que los políticos aprovechan para engalanar sus campañas políticas y que las empresas turísticas usan para fabricar postales vacías. ¿Será posible cambiar esta abominable concepción de la cultura? El jardín de los almendros, y no de los olivos, merece un destino distinto que vaya más allá del terminante sino bíblico de su nombre.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

@orlandojoseoa

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