Sigue creciendo entre nosotros, de manera irresistible, el culto a la vida privada y la obsesión por satisfacer, a costa de lo que sea, las aspiraciones individuales. Hoy enfrentamos la “sacralización de lo individual”, el narcisismo como la tendencia dominante de nuestro tiempo y la disgregación de los vínculos sociales. Un ejemplo son las maquinitas de videojuegos solitarios que someten a niños, jóvenes y adultos; también lo son esas nuevas formas de bailar donde se aíslan las personas unas de otras, para sentir cada uno su propio cuerpo entre decibeles que impiden hablar. Todo es más virtual que real.
Esta lógica individualista, equivocada y perversa, nos domina. Pocos están dispuestos a sacrificar sus aspiraciones particulares a cambio del interés general. Incluso, el motor de las movilizaciones sociales suele ser casi siempre reivindicar derechos individuales. No es fácil construir acuerdos desde la indignación comunitaria que promuevan lo público como lo que es de todos.
Pero, con todo ello, aumenta la soledad y el aislamiento en la vida de muchas personas. Cada quien busca lo suyo y el déficit de comunicación interpersonal aumenta. Si alguna queja es sentida por todas partes es que la gente no se siente comprendida ni escuchada. Por estos días me encontré un Grafiti que decía: “soltemos los celulares…mirémonos a los ojos.” Y, más adelante, este aviso: “Estimado cliente, no contamos con servicio de wifi, pero si gusta puede conversar con la persona que tiene al lado.”
Este individualismo moderno bien podría ser definido como la apatía e indiferencia hacia el otro. No interesan los problemas de los demás. Lo que busca cada uno es no quedarse fuera del sistema, situarse mejor en la competición por el puesto de trabajo, “ser innovador y competitivo” y prosperar cada vez más.
La preocupación por los demás queda reducida al mínimo y se concreta casi siempre en un compromiso intermitente y pasajero, sin exigencias de sacrificio o abnegación. No parece que la Buena Nueva del Reino pueda tener mucha acogida y, menos aún, operatividad.
Sin embargo, hay una manera muy sencilla de saber qué queda de cristiano en este “reino del ego”: ver si aún nos preocupamos por los que sufren. Ser cristiano no es sentirse bien ni mal, sino sentir a los que están fregados, pensar en ellos y reaccionar ante su impotencia sin refugiarnos en nuestro propio bienestar. Hay que superar el individualismo frente a la demanda cada vez mayor de búsquedas colectivas y de visiones compartidas. Sólo en relación con el otro podemos aprender una conducta, unos valores, unos derechos humanos, un ethos que nos permita transformar esta sociedad que no nos tiene preparado un lugar para la gran mayoría. Sería la mejor estrategia para desatorar la paz.
SUGESTIONES
Padre Rafael Castillo
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