Para explicar fenómenos económicos y constantes del comportamiento se ha utilizado al inocente pescado. Mucho hemos escuchado que el pez grande se come al chico. Ahora, algún sabio en alta gerencia determina que no es así. Simplemente que el pez rápido devora al lento.
El movimiento es vida. La prisa ha sido elogiada en esta época. Pareciera que los lentos desaparecerán de la tierra. Pero el afán presuroso es mirado con desconfianza por el hombre culto.
Con frecuencia se confunde la velocidad con el desasosiego. Nuestra felicidad tiene una esencia irónica evidente: cuanto más la perseguimos, más rápido se nos escapa. Estamos obsesionados por la prisa. Es una costumbre darle connotación y reconocimiento. Demasiado tarde nos damos cuenta que hemos estado corriendo en pos del viento.
El vértigo de la velocidad seduce más que la mecánica de los resultados. La inteligencia se asocia con la celeridad, con el movimiento y la vivacidad del pensamiento. Pero la prontitud en la toma de decisiones conlleva riesgos por la precipitación.
La realidad nos toma por sorpresa: información que no hemos pedido, decisiones de las que no podemos escapar. Se nos amontonan informes, revistas, periódicos, folletos de promoción y libros sin leer. Pero ¿qué pasa con alguien de quien se espera que siempre sea eficiente, asequible, que esté al corriente de la situación? Una persona así se ve constantemente empujada a los límites peligrosos de la personalidad, y, en realidad, no tiene tiempo para nada. No examina sus opiniones a fondo y pocas veces detiene su mirada sobre algo. El mundo exterior invade su mundo interior. Casi nunca le concede una oportunidad a lo que viene de adentro. La calma se vuelve algo exótico.
A cualquier hora el impertinente celular atenta contra la tranquilidad. ¿Dónde está la frontera entre ser asequible y estar disponible? Pareciera que nos invade el miedo a desaparecer de la mente de los demás. Algunos creen que no existen si nadie les ha dejado un mensaje.
Es agotador estar siempre al límite de la capacidad de rendimiento. Tenemos unos ideales tan “altos” que al dedicarnos a tareas cotidianas no podemos estar tranquilos.
La cultura de la lentitud tiene como soporte el cuidado, la refinación. La equivocación se suele justificar porque el error va con la condición humana. Tal vez es mejor ir más despacio para no incurrir en desaciertos.
Existe una clara oposición entre agitación y sabiduría. La paz interior solo se consigue con una despreocupación y una profunda relación con la naturaleza. “Cada cosa tiene su momento y cada comportamiento bajo el cielo tiene su hora, “dice el Eclesiastés. Su autor, el sabio Salomón, tenía tiempo hasta para berrochar con la Reina de Saba y brillar en unos consejos comunales que hicieron historia.
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