El 11 de noviembre de 1811 se escuchó en Cartagena de Indias el primer grito de nuestra fallida independencia y, desde entonces, la celebramos sumidos en preocupante amnesia histórica, muy lejos de la cruda realidad que nos maltrata el alma y la retina.
Muy a pesar de los esfuerzos por recuperar sus raíces, con el paso del tiempo desaparecieron el tedeum, el sano regocijo, cabildos, danzas y cantos vernáculos rindiendo homenaje a nuestros ilusos y testiculares próceres independentistas. Ya nadie se acuerda de ellos y creemos que, simplemente, se trata de faraónico certamen de belleza organizado magistralmente por Raimundo Angulo Pizarro, para escoger la representante criolla al concurso de Miss Universo.
Además, la vergonzosa desigualdad social existente en Cartagena, logró que las Fiestas del 11 de noviembre pasaran de ser un sano jolgorio a una batalla campal y, a pocos meses de los preludios, revive la preocupación por lo que suceda en materia de orden público en una ciudad cada día más insegura, con una red hospitalaria colapsada que, aun en condiciones normales, no existen camas suficientes para tantos pacientes críticos. ¡Sálvese quien pueda!
Con la llegada de las Fiestas novembrinas se disparan los índices delincuenciales, los accidentes automovilísticos se triplican y los ocurridos en moto se multiplican por diez; las riñas, atracos a mano armada son incontables, la violencia intrafamiliar, el consumo de alcohol y estupefacientes arrojan cifras escandalosas, mientras la prostitución, embarazos en niñas y adolescentes, hacen su agosto en noviembre. En Cartagena, con récord mundial de alcaldes destituidos, impunidad y corrupción inconfesable, tugurios asfixiantes, educación enclenque, racimos de manos desocupadas, no tenemos motivos para celebrar. Somos insensibles al dolor ajeno olvidando que los asfixiados por la miseria y el abandono utilizan las fiestas novembrinas para dejar escapar sus envalentonados demonios, quienes retan a Dios para que se les aparezca, no en forma de sermones sino de pan, pupitres luminosos, trabajo y techo para sus hijos.
La pobreza es la madrastra de la guerra, abierta o silenciosa, y son los pobres, los idealistas, quienes mueren, desaparecen o quedan torcidos o encarcelados para siempre.
Ojalá pudiéramos utilizar las Fiestas de Independencia como instrumento de paz y no como combustible para la guerra, en medio de una ciudad caótica, donde a los humildes se les marchitaron para siempre las quimeras, mientras, al son de la “champeta,” nudos de lombrices devoran sus entrañas.
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