Columna


Fiestas y cultura

ÓSCAR COLLAZOS

09 de noviembre de 2013 12:02 AM

El conflicto entre la alcaldía e importantes gestores culturales de la ciudad tiene su origen en un hecho sencillo: pocas veces ha llegado al Palacio de la Aduana un alcalde con un proyecto cultural serio en su programa.

Llegan a llenar un hueco a última hora, aunque se les hace agua la boca cuando hablan del patrimonio cultural de la humanidad. Se comen el queso sin saber que está hecho con leche.

Mientras la ciudad ha visto en la última década la aparición de nuevos y bien estructurados líderes culturales, en la casa de gobierno del Distrito la cultura sigue siendo un asunto menor y de adorno. El IPCC ha sido gestionado-existen honrosas excepciones-  por analfabetas funcionales, funcionarias y funcionarios que atropellan la gramática y producen pena ajena en eventos internacionales.

No quiero decir con esto que quienes llegan a gobernar la ciudad tengan que ser expertos en cultura. Tampoco lo son en Hacienda Pública, Planeación o Movilidad, pero cuando se dedican a formar gobierno, deben apoyarse en quienes tienen experiencia en esas disciplinas. Para la cultura no se necesita nada, a duras penas un pregrado en cualquier cosa.

Ese es el origen de la sordera del sector público y la indignación de los actores culturales. ¿Para qué se forman profesionales de la cultura en las universidades locales y nacionales si no es para integrarse como profesionales en el desarrollo de la ciudad y el país? ¿Cuántos profesionales con especializaciones han sido escuchados por los alcaldes de esta ciudad para darle un vuelco a las instituciones culturales?

Los canales de comunicación entre el sector público y la academia parecen estar casi siempre cerrados, más por obstinación de los gobernantes que por la voluntad de servicio de los universitarios. En el episodio que enfrenta a gestores culturales de Cartagena con el alcalde Dionisio Vélez, se siente un antipático tufillo de soberbia, además del vago y abstracto sentido de integración con que Vélez ha querido zanjar la polémica.

Las fiestas populares no se rigen por el modelo de gestión de las industrias del entretenimiento reguladas por el mercado. Esta es la esfera en la que se inscribe el Concurso Nacional de la Belleza.

Los oropeles mediáticos, la promoción de marcas, riñen con la naturaleza creativa y desinteresada de las fiestas, cuyos códigos estéticos y morales son más democráticos.

Las decisiones impopulares no integran nada, como pretende el alcalde. Por el contrario, separan intereses y los ponen a pelear en un conflicto innecesario. Todavía esperamos la reflexión documentada y convincente de la dirección del IPCC sobre las fiestas. Si no las hemos escuchado, es porque seguramente no existen.

Escritor
collazos_oscar@yahoo.es

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