Desde el siglo XVII, cuando trazaron sus calles y plantaron los primeros horcones para levantar las casas en dirección al sol, al barrio Getsemaní se le encendieron, por siempre, luces en el alma.
Bautizado como “Arrabal”, era la entrada directa a los caminos del Nuevo Reino pero, estratégicamente, un poco distante de la Cartagena fundada por Pedro de Heredia el 1 de junio de 1533. Su privilegiada ubicación facilitó tratos comerciales a espaldas del control fiscal de los chapetones, volviéndose invisible ante los ojos de los cazadores de bujas de la no muy Santa Inquisición. Rápidamente se convirtió en paraíso de contrabandistas y refugio incondicional de amores furtivos, políticos ariscos y trashumantes.
En su suelo germinaron semillas de astucia para vencer adversidades y florecieron pensamientos sin ataduras, dándole rienda suelta a las divergencias ideologías que hicieron añicos las jáquimas y las mazmorras cortesanas.
Pero un día de 1539, la autoridad española inauguró el puente de San Francisco, uniendo a Getsemaní con la urbe hispana, en un fallido intento de integración y, sobre todo, de estricta vigilancia a insurgentes y evasores de impuestos.
Getsemaní, lugar mágico donde se incubó el heroísmo, la rebelión, el amor por las ciencias, el arte y el periodismo, fue punto de encuentro de turcos, portugueses, habaneros, italianos, holandeses y de españoles ambiciosos o arruinados.
Aquel barrio azaroso permitió la mezcla explosiva de filibusteros, contrabandistas, mercaderes, músicos, poetas, dementes, meretrices, chamanes, obreros rasos, científicos, políticos, militares y aventureros quienes llegaron y no han dejado de arribar durante siglos, en búsqueda de este rincón del planeta que aún conserva los pies descalzos y las manos repletas de alquimia y sortilegios.
Ahí, en ese vividero indomable, a pocos pasos del Corralito de Piedra, nació y creció la clase media cartagenera que jamás encontró cupo en el seno perfumado y aristocrático de la otra ciudad.
Y, ¿quién lo creyera? Aquella colcha de retazos inscribió su nombre luminoso en nuestra historia republicana el 11 de noviembre de 1811 cuando, reunidos frente a la iglesia de la Santísima Trinidad, los hermanos Gutiérrez de Piñeres, junto a los lanceros del cubano Pedro Romero, encabezaron la tropilla insurgente y soñadora que marchó sin temores hasta la Plaza de la Proclamación, exigiendo libertad y la aún esquiva democracia.
Y es que Getsemaní fue el crisol donde se mezclaron el agua bendita, la calle del gonococo y la del Espíritu Santo, los vicios inconfesables y las hostias consagradas, la gente hecha a pulso y aquellos que defienden el ocio y la bacanidad.
Sí, ahí, en ese barrio de bravos leones, sinceros de corazón, nació Luis Algarín, quien lo inmortalizó con la armonía y la dinamita de sus pregones.
En el Getsemaní de ayer y de hoy conviven eternamente, casi sin hacerse daño, la sierpe, la mariposa y todo aquel que, sin perendengues, sea capaz de vibrar aferrado a la libertad de los cimarrones.
Henry Vergara Sagbini
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