Columna


Gratitudes de infancia

ROBERTO BURGOS CANTOR

27 de diciembre de 2014 12:02 AM

Quienes tienen la sensibilidad y cierta inteligencia para preservar imágenes, sonidos, misterios de la infancia, logran en la edad de la razón (gracias Sartre) conservar elementos de un pasado que nunca deja de apuntar, como brújula enamorada, al porvenir.

Con frecuencia estas personas al dar un regalo lo rescatan de la circunstancia comercial y su deformación del gusto, y lo llenan de un sentido humano donde los seres, con telegrafía sin códigos, ofrecen comunicarse estados del alma.

La época de más delicadeza para la libertad de los regalos, es esta. La pequeña estrella incorruptible entre tantas estrellas de cartón, desperdicio de luces, ostentación en peceras sin agua. Y casi perdido el camino a Belén.

El cuidado a los regalos en la Navidad surge de la vieja frontera de la edad de la inocencia. Pasaron años donde el regalo se pedía y una ciega confianza esperaba encontrarlo en las mañanas del 25, traído por el Dios niño.

Esa fe de resultados generosos, cuya ambición moldeaban con sabiduría los padres, es devastada por la entrada a empujones al escenario adulto incomodado con las magias y las alegrías gratuitas, sin causa. La ingenua desaparición de ese enigma de la infancia, casi abre otro para la edad del deseo: la visión de la mujer que mitiga el calor de la noche quitándose la ropa liviana del sueño y va al patio. Allí enciende una vela entre los plátanos y los mangos, y se echa agua desde la cabeza, con una totuma. Hilos que recogen luz de luna tejen una red sobre la desnudez espléndida, canela, morena.

Cuanto demuele el implacable tiempo, se refugia en los seres sensibles e inteligentes. Importa más que el Dios niño haya sido y repartió regalos que su ausencia futura. Esa reliquia de las bondades de la vida en su inicio, les permite asumir la bella representación de una ceremonia de niñez que dio felicidad y permitió la ilusión.

Entonces cómo despreciar los poderes del misterio cuando este amanecer, a la orilla de la cama, mis amigos Alekos, Jineth y Nicolasa me han dejado la sabia exploración de tesoros que hace el poeta Yves Bonnefoy en su libro, El territorio interior. Me abre la mañana con: “(…) porque mi nostalgia también es, en sus momentos más oscuros, un rechazo del mundo (…)”

O la incitante cafetera de émbolo que me dieron Esteban y Alejandra, como si supieran de los inolvidables cafés que preparaba en olla golpeada y filtro de trapo, con amorosa carencia, el poeta Santiago Aristizábal quien lo aprendió de su padre en los altos fríos de Fresno.

Dulces sueños de vida que rescatan de la pesadilla de esta historia impiadosa que con voluntad lenta intentamos corregir.

*Escritor
reburgosc@gmail.com

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