Columna


Indiferencia

ÓSCAR COLLAZOS

31 de mayo de 2014 12:02 AM

Los altos índices de abstención en muchas regiones y en la costa Caribe, por encima del 70%, representan un nuevo fracaso para la ¿democracia más antigua de América Latina? Así insisten en llamar a la democracia latinoamericana, al lado de México, con mayor capacidad de adaptación a la corrupción, el clientelismo, el descrédito de su clase política, la ilegalidad y las más variadas violencias.

Hace un año, unos meses antes de morir inesperadamente, el escritor mexicano Carlos Fuentes hablaba en Cartagena de la solidez de las instituciones colombianas. Cuando lo escuché, no me extrañé. Fuentes repetía una leyenda: la de que Colombia es no sólo una de las democracias más antiguas de América, sino el país que goza en el subcontinente de una fortaleza institucional puesta a prueba en largos períodos de violencia y descrédito de lo político.

Vistas y vividas de cerca, ni nuestra institucionalidad ni nuestra democracia han contribuido al progreso moral o espiritual de la nación ni a la formación de ciudadanos. Somos una sociedad más proclive a la venganza que a la justicia, escasa de memoria pero memoriosa en sus odios, generosa, casi áulica con quien triunfa, mezquina y demoledora con el caído.

Uno de los fracasos de la nación está en la incapacidad de crear una sociedad medianamente tolerante, con partidos políticos confiables. Hace más de dos décadas, los partidos políticos se vienen dedicando a un repugnante mercado de transfuguismo. Ir o venir de un partido a un partidito, ya no hace parte del libre juego de la democracia sino de un juego de intereses que podrían patentar las cámaras de comercio.

Lo primero que perdieron esos partidos fueron sus ideas. Bueno, no las perdieron. Las pusieron a dormir en sus estatutos. Por eso la pérdida constante de copartidarios, por eso el desprecio de la gente del común y el escepticismo con que se ha venido alimentando el abstencionismo.

La existencia de organismos que controlan el funcionamiento de los partidos, que organizan y vigilan las elecciones, que certifican derrotas o triunfos no tiene ningún sentido para esas mayorías. No las tiene tampoco lo que se llama división de poderes. Para mucha gente, un gobierno es lo más parecido a la administración de una empresa con bolsillos sin fondo.

Millones de colombianos se han vuelto innecesarios para la democracia porque ésta puede sobrevivir sin ellos, sólo con el concurso de las minorías que votan y participan. Esto no sería motivo de pánico, pero resulta que esas mayorías que no ejercen sus derechos ciudadanos pueden en cualquier momento servir a la aventura irracional del mesianismo. Estas aventuras prosperan sobre el fracaso de la institucionalidad y el descrédito de partidos y clase política.  

*Escritor

SAL Y PICANTE
collazos_oscar@yahoo.es

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