Nada define la calidad de una democracia como la justicia independiente. De ahí el recelo con los gobiernos que en “nombre del pueblo” buscan “democratizar la justicia”, para domesticarla.
Casi todos los presidentes del continente tienen líos pendientes con la justicia. Algunos porque no la procuran con voluntad política como Enrique Peña Nieto. Otros porque se adueñaron de ella con jueces y fiscales gubernamentales, como Maduro y Correa. Muchos porque la evaden, como Kirchner; y otros porque enfrentan a dos tipos de justicia, la ordinaria y la política, como Rousseff.
En Brasil la dura justicia ordinaria, que ya envió ministros, legisladores y empresarios a la cárcel, la apuntalan manifestaciones que piden la cabeza de la presidenta, por tanta corrupción. Pero las marchas incentivan la justicia paralela, la del Congreso, muchas veces revanchista y oportunista, más que movida por el bien común.
La justicia brasileña demostró independencia, y sería prudente esperar su juicio. Sería mejor darle tiempo a la Corte Suprema para que resuelva los 54 expedientes que vinculan dineros mal habidos de Petrobras a la fundación y negociados del expresidente Lula da Silva y a las campañas electorales de Rousseff.
La justicia brasileña junto a la de Uruguay, Costa Rica y Chile, es la más independiente y eficiente. En varios países, con justicia contaminada, un sistema corroído por el poder político genera un círculo vicioso de corrupción e impunidad infinitas.
En Argentina los casos irresueltos se amontonan, unos de alto voltaje internacional, como el atentado contra la AMIA y la muerte aún dudosa del fiscal Alberto Nisman. Si se suma la inmunidad de autoridades y funcionarios comprada a jueces y fiscales adictos, nadie debería sorprenderse que el sistema político parece desmoronarse, hasta lo más simple es traumático y forzado, el país se estanca, las inversiones extranjeras se van, mientras la inseguridad pública y la violencia son intolerables.
No puede haber confianza interna e internacional cuando la élite se blinda con leyes especiales y tribunales adictos. En estos sistemas corruptos no es fácil ser juez o fiscal independiente.
Perú, Colombia, México (y ahora Argentina), demostraron cómo los sistemas judiciales suelen debilitarse al domesticarlos la política, permeables a las mafias y el narcotráfico. Los obispos argentinos, que ya habían adoptado la máxima del papa Francisco de que la falta de independencia judicial es “terrorismo de Estado”, ahora imploran a los políticos ir contra el narcotráfico, ante la indiferencia en la campaña electoral para octubre.
Los países que casi son “Estados fallidos” demuestran que los narcotraficantes siempre aumentarán la apuesta para que la justicia sea corrupta y débil.
Así, los jueces no pueden ser equitativos y probos. Mandar a la cárcel a alguien por unos gramos de marihuana y no poder hacerlo con otros que roban millones, pero se blindan con leyes y sobornos, es parte de la frustración.
La justicia es un ideal y es perfectible, y rara vez satisface a todos. Pero cuando está domesticada, jamás puede ser buena. La justicia politizada es el mayor vicio del subdesarrollo.
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