Los colombianos vimos impávidos el escándalo Pretelt, un magistrado de la Corte Constitucional que denunció a otro ante la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes. La queja recogía lo dicho en corrillos sobre cómo se litiga o imparte justicia en la mayoría de casos. La denuncia de por sí sola obligaría a un funcionario digno a renunciar por reunirse con un abogado lobista de fallos. Pero su prepotencia pudo más.
Dijo que se apartaría del cargo un mes pero se originó el peor de los escándalos de los últimos tiempos en la justicia. Todos los poderes le pidieron renunciar a Pretelt, quien respondió: “Si me voy yo, nos vamos todos”, confirmando la sospecha de algo turbio en las altas cortes. Según el magistrado, salvo pocas excepciones, hay en las cortes un descarado tráfico de intereses y de clientelismo judicial. Pero ¿la crisis de la justicia se debe a las indelicadezas de un magistrado ambicioso, víctima de una conspiración de también ciegos y sordos magistrados, que por años no oyeron los rumores? No.
Mientras para los demás servidores públicos las leyes de inhabilidad e incompatibilidad son estrictas, para las altas cortes no operan, como tampoco los conflictos de interés (puerta giratoria en nombramientos), ni una institución seria que garantice un juicio real, como si por ser magistrados se vuelvan inmunes a la corrupción e inmoralidad.
La crisis coincide con miles de falsos positivos judiciales que jueces deshonrosos, aplicando el derecho penal de enemigo, creyeron que la justicia era para repartir venganza política con cientos de fallos “cantados” antes de ser publicados. Los carruseles de testigos, el no valorar pruebas, los juicios en única instancia, la mora judicial, los fraudes procesales y los falsos testimonios crearon una percepción colectiva de injusticia. La Nación debe responder, y no solo el Estado, ante hechos graves y por la pérdida de confianza en el servicio más esencial para vivir en paz. La salida no puede ser un paño de agua tibia.
Llegó la hora de la asamblea constitucional (y no constituyente) con tema único: reforma integral y estructural de la justicia; doble instancia para todos los juicios; limitar facultades de nominar y elegir a cortes; régimen de inhabilidades que prohiba nombrar parientes en cualquier cargo del Estado- salvo de carrera-, elevar a 60 años de edad, con periodo fijo (no reelegible) de 10 años para acceder a las cortes; eliminar funciones jurisdiccionales, salvo las disciplinarias del Consejo Superior de la Justicia; y eliminar el lobby, entre otras reformas.
El Estado está ante su mayor amenaza: perder la credibilidad de la justicia. De cómo se asuma esta crisis, dependerá la estabilidad institucional. Pese a valiosas excepciones, digamos: Sí “honorable magistrado”, que se vayan todos.
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