Hay situaciones que se presentan en la vida en las que uno, sabiendo que no va a obtener respuesta, razonable por supuesto, insiste en preguntarse. Como dice un amigo, siéntate para que no te canses. Uno se queda con las ganas y con el derecho de saber, totalmente frustrado. Acontece con mucha frecuencia y a la mayoría de los seres humanos. Uno de esos casos, reciente, es el referido al ascenso al poder y la nefasta gestión que ha deferido un genuino tirano del siglo XXI en plena y creciente acción: Bashard Al Assad.
No había nacido para gobernar. La muerte de su padre y la casi inmediata de su hermano mayor llamado a suceder a aquel, le otorga un pasaporte directo al poder con el cual bien pronto se engolosinó. Cambió su juramento. El médico vestido de diseñador, que prometió ayudar a salvar vidas, se convierte en verdugo de su pueblo. Da orden de campo arrasado, se destapan los cilindros de Sarín. Tómense un tiempo en ver las fotografías de la abominable matanza. No puede uno menos que recordar la desolación de los campos nazis.
Recuerdo que cuando pequeña, bastante tiempo ha, que en casa estaba prohibido decir malas palabras y por supuesto maldecir aún más, so pena de dura reprensión.
Y los mayores daban el ejemplo. Las palabras que se permitían para censurar a alguien por un comportamiento indebido, inmoral o despreciable, no pasaban de canalla, bellaco o burro según fuera el grado de censura. A eso se reducía. Lanzar una imprecación abierta era pues impensable, pues el respeto al catálogo de valores de influencia cristiana, marcaba a todos por igual quienes, sin perjuicio de ello y como anécdota, a pesar de compartir los ascendientes y la mesa, no hacían lo mismo en el ámbito de las ideas políticas. Lo corrobora el hecho de que se adquiría y leía con estricta periodicidad y de manera simultánea, El Espectador, El Tiempo, El siglo y Voz Proletaria.
Con el paso de los años, comprendí que si se daban una licencia para maldecir, eufónicamente, pero al fin y al cabo para maldecir, era valiéndose de la expresión malhaya sea.
Desprecio y temo el hecho de maldecir. Pero el lord del Sarín, el de finas maneras, el que se avía a la medida, el mismo que gozó del privilegio de vivir en unas de las ciudades más tolerantes del mundo, el que autoriza matar gobernantes de naciones ocupadas y esparcir contra indefensos el prohibido por cuanta convención universal existe temido Sarín, se merece una.
La merece por su cinismo tan genuino como su desprecio por la humanidad. La merece por canalla y por cobarde. Ah, su familia estaba protegida.
monicafadulr@gmail.com
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