Columna


La docencia ingrata

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

29 de abril de 2015 12:00 AM

Colombia es uno de los pocos países donde la docencia es un oficio repleto de ingratitud. Sobre los maestros se dicen tantas cosas negativas y hay tantos chismes en torno a ellos que ya se hace imposible distinguir entre el resentimiento, la verdad y el prejuicio.

Ha sido tal la campaña de desprestigio en su contra que hoy hay gente que habla muy mal de los maestros. Dicen, por ejemplo, que tienen demasiadas vacaciones y que descansan más que los demás trabajadores. También que ninguno se capacita para mejorar la calidad de su educación sino para poder ascender en el escalafón docente. O que no laboran las ocho horas mínimas que deben sudar el resto de mortales, sino seis. Y que cuando se hacen viejos, llegado el momento de jubilarse, gozan de un infinito número de pensiones.

Esa misma gente no menciona, por supuesto, que desde el gobierno de Uribe a los maestros les quitaron 15 días de descanso en la mitad del año, o que después de sus jornadas de seis horas vienen largas noches colmadas de exámenes, ensayos y talleres que necesitan ser calificados. Las pensiones tienen tiempo de haber cambiado, y solamente los profesores cobijados por el anterior Estatuto Docente (reformado ya hace casi 30 años) son los que integran este mito.
Entonces ¿qué tanto sabemos de los maestros?

“Los maestros tienen más puestos que un bus” se les escucha decir a muchos colombianos. Lo que no saben es que a los educadores les toca buscar varios trabajos al mismo tiempo para poder recolectar un salario integral. Nadie sabe que los “profes” y las “seños” ganan un 28% menos que los demás funcionarios estatales. Mientras un concejal, un senador o un presidente de la república recogen salarios descomunales por hacer nada, los maestros se rompen el espinazo en las aulas de un colegio que por lo general se encuentra en ruinas. Y por una paga miserable.

Este es un país donde enseñar es el acto más ingrato que existe. He tenido profesores que estuvieron a punto de quedarse ciegos por el polvo estelar de sus tizas. He tenido profesores que empeñaron su voz por una clase de biología. Profesores que aun sabiendo de la miseria de su sueldo seguían dictando clases en un salón siniestro de sillas partidas. Profesores que fueron padres y madres en esa república de recreos y cuadernos sin márgenes que fue mi bachillerato.
No me digan ahora que ser maestro es fácil. Enseñar no es sólo entrar al salón de clases y gritar que 2 + 2 es 4 o que Antígona es una palabra esdrújula. Aquí, en este país que nada lo retribuye, ser maestro es un acto de fe y de santidad muy parecido al suicidio.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

@orlandojoseoa

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