Columna


La eternidad no existe: el ahora

ROBERTO BURGOS CANTOR

10 de septiembre de 2016 12:00 AM

No hay duda: después de la Constitución Política surgida de la polifonía de voces reprimidas, de derechos negados, creedores de la letra escrita, fetichistas de la ley, en 1991, y hoy un poco maltrecha, algo deformada; el documento político más importante para la modernidad es el Acuerdo que acaba 50 años de tiros, bombardeos, secuestros, crueldades, palabras escasas o amordazadas por la mentira, y que tuvieron la inteligencia y el valor de extender, otorgar, y autorizar el Gobierno nacional y las Fuerzas armadas revolucionarias.

Es la puesta al día de un diálogo tantas veces frustrado por la imposibilidad de un puente entre dos tiempos, el de unos seres humanos despojados que aprendieron a vivir en la naturaleza como parte de ella; y otros seres formados en las aceleradas transformaciones de una urbe apasionante y retadora. Parecía que los expulsados de su decisión de vida, por su pensamiento, hubieran logrado volver al enmarañado territorio de la selva, a las errancias sin fin del perseguido, paraíso de la libertad o de la necesidad; y los habitantes del cemento cultivaban la arrogancia de una forma de vida única o la fe del evangelizador de cambiar la vida de la gente con una parábola y tres gotas de agua bendecida.   

Hay que leer el Acuerdo, sin desespero, discutiendo lo que no se entienda. Los hechos de aparente facilidad no lo son. Se cierra por primera una brecha de cincuenta años sin entendimiento, de odiarnos sin oírnos, sin evitar el vértigo del odio y sus consecuencias.

Este pacto de aceptarnos como fuimos y queremos ser en la sociedad de rostro aún sombreado nos dignifica y redime. Hay que estudiarlo poco a poco, detenerse en el impresionante desarrollo del concepto de justicia, adquisición del ser humano que considera la vida en común como un destino ineludible, y entender qué pasó, en qué avispero nos metieron sin pedirnos permiso.

Sólo un deseo colectivo hay que tener, y no requiere mayor reflexión, ni abogados confundidores, ni políticos de alma resentida, el cerebro les fue extirpado por la maldad y la estupidez. ¡Ay la estupidez! Quien la padece no la reconoce. Es su argucia.

La reflexión es una defensa del pensamiento, de la intuición, cuando nos defendemos del engaño de quienes nos consideran imbéciles. No perdamos tiempo, ni pólvora en gallinazo. Le vamos a decir Sí a la paz. De eso se trata: la paz.
Se imagina usted a los señoritos del capitolio, gritones contra la paz, en la selva, sublevados contra quienes queremos la paz.
Qué nota.

reburgosc@gmail.com

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