La felicidad de los pobres parece / la gran ilusión del carnaval/ la gente trabaja el año entero_/ por un momento de sueño / para vivir la fantasía / de ser rey, o pirata, o jardinera / y todo habrá terminado el miércoles. / La tristeza no tiene fin, la felicidad sí. (A felicidade, Vinicius de Moraes).
Así le canta un poeta brasilero, en esta canción memorable, a la felicidad y a la tristeza, con un símil del carnaval, tan vital en su natal Río de Janeiro.
Termina una nueva temporada de carnavales en el mundo, incluido el de Barranquilla, que vive las tensiones entre tradición y espectáculo, fiesta pública e intereses privados, cultura y negocio. Mientras tanto, en Cartagena, vuelven a soplar vientos favorables para revitalizar su máxima celebración, las Fiestas de Independencia.
Un tiempo de gozo, un éxtasis compartido. Eso es la fiesta. Es creación, imaginación, libre expresión. Para muchos es también el instante en que se cumple un sueño luego de meses de trabajo -que también es gozo-- para que el sueño vuelva a comenzar.
La felicidad de un maquillador es que su obra para un disfraz, o su creación sobre el rostro de un danzante, sea intervenida sólo por el sudor de la faena y no por harina, agua o espumas.
Para un músico, la felicidad es que su interpretación pueda ser bailada y disfrutada a plenitud, que no se ahogue con el estruendo de parlantes, o por el ruido rodante de camiones con locutores de moda o efímeras estrellitas de televisión en sus quince minutos de gloria.
El bailarín, el disfrazado, que invirtieron tiempo, esfuerzo y talento en prepararse para la fiesta, encuentran la felicidad en el aplauso del público, en la foto con el transeúnte, en el respeto de los organizadores, en el reconocimiento de su comunidad.
Para el portador de la tradición musical o dancística, la felicidad es vivir su cultura y ser reconocido en ella sin verse suplantado por el famoso de temporada, opacado por las lentejuelas y la fantasía, o por la publicidad apabullante del que pone dos o mil pesos y ya se cree dueño de la fiesta.
La felicidad del organizador es haber seleccionado y apoyado lo mejor, tener un presupuesto digno para lograrlo, aliados y patrocinadores en sintonía, interpretar el querer de su ciudad y que sus habitantes se sientan orgullosos de su fiesta.
Para el público, la felicidad es ver la creatividad y la pasión dando frutos cada año. Es ser testigo de la diversidad, la variedad, la tradición, y también la novedad. Gozar de la alegría no estratificada. Encontrarse en paz con el vecino, con el visitante. Disfrutar en familia, y comenzar a soñar cómo puede ser, al año siguiente, protagonista.
Twitter @Ginaruzr
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