Columna


La imagen

AUGUSTO BELTRÁN PAREJA

11 de marzo de 2017 12:00 AM

Cada quien tiene una idea de sí mismo muy distinta a la que proyecta. Su manejo, a veces, lo extremamos para caer en un infierno cómico de pedantería y vanidad.  

Nos impresiona cómo la gente olvida sus defectos y limitaciones, y llega a pretensiones que llaman a burla o lástima. Si nos demoramos en descubrir ignorantes que posan de sabios, y tontos que presumen de listos, hay otras degradaciones absurdas que a simple vista se comprueban. Sucede con feos que se creen hermosos, pequeños que se sueñan gigantes, gordos que ignoran su pesada figura, y viejos que se sienten muchachos. Todos esos inútiles intentos de modificar la realidad pueden servir de ayuda para pervivir con factores adversos, pero propician el ridículo.

Casi todos los mortales vivimos en función de ser mejor de lo que somos. La peor vaina es que si no lo logramos, nos lo creemos. El culto a la imagen llega a una arrogancia estúpida que se llama vanidad. Nos persigue desde los versos del Eclesiastés, y genera el más lucrativo negocio: trajes, tratamientos, masajes, pastillas y cremas milagrosas. Los billones que mueve este negocio en el mundo, supera lo que gastamos en las áreas fundamentales.          

En otras épocas las damas usaron pelucas, afeites y extravagante vestuario. Nuestras abuelas aborígenes en la época precolombina recurrieron a pinturas de achiote las pobres y al oro en polvo las poderosas.

El viejo Esquilo concluyó que: “La mayor parte de los hombres prefieren parecer que ser”. Idiotas presumiendo ser geniales, y la arrogancia de cobardes que roncan coraje seguirá hasta el fin de los siglos. Pero los espejos debieran sacar a muchos de una obsesión tonta con su imagen, para evitar ese vergonzoso narcisismo de pacotilla.

Las fotos, nos hacen caer en la realidad. Que viejo está fulano, mira las arrugas de sutana. Pero, cuando somos nosotros: que mal salí en la foto. El problema no es nuestro, sino de la fotografía.   

Otro suceso corriente es el que se produce cuando se aproxima una cámara fotográfica: la gente se acomoda, busca el perfil que más le conviene, hace una inspiración para reducir el abdomen y esbozar la más forzada sonrisa.

Ahora nos llenaron los espacios con espejos. Ese recurso para aparentar mayor tamaño de un recinto, así como para incrementar su claridad. Aunque también ha servido para descubrir todos los estragos que la edad está produciendo. Pero hay un ridículo especial cuando conversamos con alguien que tiene un espejo enfrente. Impresiona la postura que asume, las muecas que hace mirándolo. Una cantidad de gestos disparatados que dan lástima.

Pero si los espejos son momentáneos, los retratos perduran. Hasta el más descomplicado de los mortales, lo primero que hace cuando ve una foto es buscarse y ver como quedó. La peor vaina es que nadie queda conforme.     

 


 

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