Columna


La inocencia

ROBERTO BURGOS CANTOR

22 de febrero de 2014 12:15 AM

Una noticia del jueves 19 de febrero de 1914, hace cien años, advertía que Cartagena de Indias debía acondicionar los balnearios y construir 2 estaciones para baños de mar: una para mujeres en el Boquetillo, otra para hombres cerca de Santo Domingo. El admonitorio final me hizo reír. Con esas obras Cartagena podría merecer el título de ciudad civilizada. Apenas.

Es de suponer que a otras ciudades, como Manizales, le pidieron refugios para los juegos de nieve; a Santa Cruz de Lorica, toldas y trampolines para bañarse en el río; al Cocuy, cabañas para escaladores de alturas.

Los historiadores sabrán si los albañales y pozas sépticas ya habían sido remplazadas por alcantarillados; si el agua potable evitó a los enfermos de coto, de elefantiasis; si los nubarrones de mosquitos carniceros fueron fumigados; si el sueño de la República despertaba las energías por una sociedad próspera, justa. En medio de la risa un desconsuelo me señaló la idea de civilización del quejoso corresponsal, y sin duda enamorado del mar y más de la moral que separa a las mujeres de los varones y los deja solos frente al tiburón. La risa se esperanzó porque la civilización era un logro fácil y barato: dos estaciones marinas para bañistas.

Esa concepción ingenua, equivocada, e inútil de atender las necesidades parece haber marcado por siglos el tortuoso, inmóvil desarrollo de las sociedades nuestras.  Para no parecer pesimista me acordé de Pier Paolo Pasolini. Me dije: Si la playa de Ostia hubiera tenido estaciones de bañistas, civilización, no lo habrían asesinado de la manera cruel con que lo destrozaron. Yahvé destruía seres y cosas de forma elegante en los remotos tiempos en que intervenía en las demencias humanas.

Y allá, donde reposan los restos de Pedro, apóstol de las llaves sobresaltado por el gallo, la civilización tampoco cuaja. Ni en el mundo. A lo mejor la civilización empezó a ser la ruina que ven sin entender las cáfilas de turistas que recorren el mundo.

Quién entiende que en la Italia de Dante y Maquiavelo, Caravaggio y Fellini, cuyo congreso permitió la posesión y el habla de la Cicciolina, puta alegre que despertó al parlamento dormido u ocupado en negocios pecaminosos, allí, hoy arrojan bananos e insultan a la ministra de integración, Cécile Kyenge, por ser mujer, negra y nacida en el Congo.

Es obvio que el mundo perdió, si alguna vez lo tuvo, su destino. Es rehén de asaltantes de caminos. Fortunas apiladas con crímenes, trampas. No caben en la vida ni en las tumbas.

Estaciones de bañistas: un domingo en las aguas tibias del Caribe y la bella morena que me reta: ¡Atrévete!

Comprendo a Caproni: Las palabras disuelven el objeto.

rburgosc@etb.net.co

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