Columna


La isla aislada

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ PACHECO

05 de agosto de 2017 12:00 AM

La isla de Tierrabomba parece un cadáver al que cubrieron de ramas verdes para que el sol no acelere su proceso de corrupción, mientras le practican el levantamiento correspondiente.

No sé cuántos años lleva la isla en ese estado, pero desde que la conocí hasta los tiempos presentes noto que no ha cambiado mucho: su vegetación y sus zonas pobladas de nativos siguen teniendo el mismo aspecto.

Los mismos malos olores se desprenden de las calles cubiertas por natas de un verdín seguramente salobre por causa de  las arremetidas del mar, sobre todo cuando las lluvias colaboran con las inundaciones que dificultan el desplazamiento humano.

Allí donde las corrientes putrefactas trazan sus riachuelos de olores sofocantes, pudieron haberse diseñado carreteras que se internaran entre los cerros sin destruir la vegetación ni envenenar la fauna, ni el aire que todavía se respira sin prevenciones.

En esos terrenos por donde la maleza invade y enreda tanto lo plano como lo escarpado, pudieron haberse sembrado urbanizaciones modestas pero pintorescas haciendo juego con centros comerciales, hospitales, teatros, universidades, colegios y estaciones del transporte colectivo, sin que la isla perdiera su encanto de naturaleza poco tocada.

Tanto carros como aviones podrían salir de esa hipotética Tierrabomba que está esperando convertirse en otra ciudad en medio de la bahía, con su gran puente comunicando hacia el barrio El Laguito y sus pistas de aterrizaje de menor envergadura.

Algún plano en medio de esas lomas está esperando que de sus entrañas surja un Palacio Municipal, desde el cual los mismos nativos regirán los destinos de sus coterráneos y legislarán con el beneficio colectivo en primer plano, lo que finalmente redundaría en el fortalecimiento de la vocación turística y pesquera de la isla.
Esos tres pueblos, que llevan años penando encima de tanta tierra subutilizada, se convertirían en uno solo. Una sola ciudad llena de bondades para evitar que sus mujeres se conviertan en abuelas y bisabuelas con apenas 40 y 50 años de existencia.

Esa sola ciudad compacta tendría tanto sentido de pertenencia y cohesión humana que niños y jóvenes jamás se verían en la necesidad de abandonar las aulas de clases por internarse en las vaharadas del ruido picotero, el alcohol y los estupefacientes, que los hacen cambiar de planes, como dice cierta propaganda.

Son tan prometedoras las condiciones físicas y poblaciones de Tierrabomba que dan para soñar sobre textos como este en los que uno se olvida que un cadáver está esperando que lo despojen de tantas ramas que pretenden ocultarlo.

Periodista

ralvarez@eluniversal.com.co

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