Recientemente hemos sido testigos de dos hechos que nos muestran la forma como hoy valoramos la vida y el sentido que le damos. El primero de ellos es el caso de don Ovidio González, un señor de 79 años, quien sufría de fuertes dolores y consideró, después de la aprobación de la clínica, que no podía esperar más frente a este sufrimiento, tras lo cual la clínica, el paciente y su familia, llegaron a un acuerdo: practicarle la eutanasia.
El segundo de ellos es el informe de Cartagena Cómo Vamos en el tema sensible de la seguridad y convivencia. Es evidente cómo nos estamos jugando la vida en eventos y bajo circunstancias en las que otras culturas y sociedades, vecinas y más pobres, nunca arriesgarían su vida.
Pero la realidad, más allá de todo, es que el ser humano se siente mal ante el misterio de la muerte. Nos da miedo lo desconocido. Nos aterra despedirnos para siempre de nuestros seres queridos para adentramos, en la soledad más absoluta, en un mundo inexplorado en el que no sabemos exactamente qué es lo que nos espera.
Por otra parte, incluso en estos tiempos de indiferencia e incredulidad, la muerte sigue envuelta en una atmósfera religiosa. De alguna manera, la muerte muestra nuestra secreta relación con el Creador, bien sea de abandono confiado, de inquietud ante el posible encuentro con su misterio o de rechazo abierto a toda trascendencia.
No son pocos los que asocian la muerte con Dios, como si ésta fuera algo ideado por él para asustarnos o para hacernos caer un día en sus manos. Dios es el personaje siniestro que nos deja en libertad durante unos años, pero que nos espera al final en la oscuridad de esa muerte tan temida.
La Palabra de Dios enseña que Él no quiere la muerte. El ser humano, fruto del amor de Dios, no ha sido pensado ni creado para terminar en la nada. La muerte no es nuestro final. Tampoco es la intención última del proyecto de Dios. La humanidad se ha rebelado siempre contra la muerte. Si bien tenemos claro que morir es algo natural, al mismo tiempo, intuimos, aunque sea oscuramente, que esa muerte no es nuestro último destino.
La esperanza en una vida eterna se gestó, en la tradición bíblica, desde la confianza total en la fidelidad de Dios. Si esperamos la vida eterna es sólo porque Dios es fiel a sí mismo y a su proyecto.
Como dice Jesús: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos” (Lucas 20, 3). Dios quiere la vida del ser humano. Su proyecto es la vida no la muerte.
La fe del cristiano, iluminada por la resurrección de Cristo, ora siempre con el salmista diciendo: “No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu amigo conocer la corrupción” (Salmo 16, 10).
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