Que la Semana Santa no es la misma de hace 25 o 30 años, no hay duda. Aquella entrega a las meditaciones sobre los valores espirituales y sobre la preparación para la vida eterna es historia olvidada.Hasta la música clásica que la radio transmitía durante los jueves y los viernes santos, así como las películas que afamaron a Víctor Mature y Charlton Heston, sucumbieron a los estrépitos del rock y a las plomeras de Arnold Schwarzenegger. Ahora la Semana Santa es una temporadita turística para rumbear.
La devoción con que los creyentes acudían al templo el domingo de ramos era ejemplar. Nos recordaba el sacerdote, después de leer el evangelio, los aterrizajes del arcángel San Gabriel para confiarle sus anuncios al anciano Zacarías, y nos pedía que perdonáramos a los predicadores del saduceo que niega la inmortalidad del alma. Había una conexión íntima entre las creencias y el rito, unidad en la fe y respeto por el dogma.
Esto es una tradición de siglos, repetía Ceferina Caviedes con su misal de papel cebolla en la mano izquierda y su rosario de palo de rosa en la derecha.
Me deleitaba, de niño, visitando monumentos y tratando de ver con mis ojos la gloria del sábado y la resurrección de Cristo, frente a la Iglesia de Santo Domingo, chachareando con el Mocho Zúñiga, el portero del Seminario, y viendo salir al padre García Herreros con cara de pocos amigos. Tres años sin poder ver la gloria y la resurrección me amontonaron las dudas en el caletre. Entonces mi madre llamó al clérigo suelto Camilo Villegas Ángel, rector del Colegio que quedaba al frente de nuestra casa, para que me explicara por qué no podía ver ni la una ni la otra.
Qué explicación tan vigorosa. Me convencieron su elocuencia y sus argumentos. Tanto, que creí que Villegas era Cristo resucitado, con unas libritas de más y unos centímetros menos. Años más tarde, siendo yo estudiante de Derecho, me encontré con él en el mar un lunes santo, metido en un neumático de camión. ¿Tienes lectura para la semana?, me preguntó. Obvio, le contesté: el libro titulado “Jesuitas y masones”, de Töhötöm Nagy.
Fue evidente su disgusto, pero no me reprochó la audacia a pesar de su temperamento fosfórico. Me salvé de la crucifixión. Al salir del mar me pidió que lo acompañara a su casa de la carrera 8a con calle 5A, en Castillogrande. Entramos, me sentó con un tinto en la sala, subió y me trajo dos pequeños tomos empastados en rojo. Te los regalo, me dijo. Eran los dos volúmenes del “Genio del Cristianismo”, del vizconde de Chateaubriand, una bella edición de 1885 en castellano, de la Librería Garnier, de Paris, traducida por Miguel de Toro y Gómez.
Releyendo sus páginas durante la cuaresma, y contrastándolas con los horrores del mundo de hoy, comprendí mejor por qué no veía ni veré jamás la gloria del sábado ni la resurrección de Cristo.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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