Columna


Las cartas perdidas

GERMÁN DANILO HERNÁNDEZ

09 de octubre de 2018 12:00 AM

Las cartas enviadas por Gabriel García Márquez a Fidel Cano Isaza, entre 1956 y 1978, recientemente publicadas por El Espectador, además de su intrínseco valor histórico, se convierten en iconos que evocan a un extinto medio de comunicación, aniquilado en su esencia por la tecnología.

Escribir y leer cartas fue hasta hace pocos años una práctica asociada a las relaciones humanas; los manuscritos eran depositarios de trascendentes ideas y pensamientos filosóficos, de intrépidas estrategias políticas o militares, de relevantes contenidos literarios, pero también de buenas y malas noticias familiares, o de anónimas revelaciones de amores y desamores.

Muchas cartas escritas por grandes hombres y mujeres de la historia se conservan celosamente custodiadas en importantes museos, o hacen parte de reveladores libros que exaltan sus formas y contenidos. Manuscritos o papeles mecanografiados con las firmas de Hitler, Mussolini, Churchill, Stalin, Nixon, García Lorca, Hemingway, Neruda, Greta Garbo o Marilyn Monroe, que tuvieron destinatarios específicos, pasaron con los años a ser emblemáticos documentos de la política universal, la poesía y el cine, por ejemplo.

Pero lejos de la trascendencia de tales escritos famosos, las cartas constituían un valor para quienes las recibían, porque el uso del puño y letra para redactarlas implicaba un nivel de dedicación, de concentración, una conjugación de emociones y una complejidad de factores que estrechaba vínculos entre remitente y destinatarios. Muchas cartas personales se guardaban como auténticos tesoros y podían inclusive pasar como activos heredados por generaciones.

Con la llegada de las nuevas tecnologías, el correo electrónico fue acortando las distancias y acabando con las cartas personales; las redes sociales, el WhatsApp y los mensajes de texto se encargaron del resto. Con muy pocas excepciones, los mensajes entre amigos, enamorados, profesionales, gobernantes, políticos o artistas, carecen de la profundidad y calidad a las que obligaba un manuscrito. Para comprobarlo bastaría con comparar el intercambio de epístolas entre novios de hace 30 o 40 años, con la práctica de ‘whatsappear’ que hoy soporta las relaciones de pareja.

Algunos podrían decir que solo hubo un cambio de formatos, pero me gustaría saber quiénes de los que así piensan, conservan discos duros con las cartas de sus amistades y de amores, con la misma pasión con que se guardaban los sobres de papel en el baúl de los recuerdos.

Como Gabo sigue siendo inspirador para varias generaciones, valdría la pena que el revelar sus cartas a su entonces jefe y amigo, Fidel Cano Isaza, motivara un ejercicio colectivo para rescatar la costumbre de escribir a los seres queridos, pero de puño y letra, o por lo menos imprimir su contenido, para que en el papel trascienda en tiempos y emociones, lo que hoy no logra la pantalla.

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