Columna


Los césares de la decadencia

RODOLFO SEGOVIA

09 de marzo de 2013 12:00 AM

RODOLFO SEGOVIA

09 de marzo de 2013 12:00 AM

Hermanas sí, pero no gemelas; así son Colombia y Venezuela. Las diferencias nacieron con la Conquista. Escasa de indios sedentarios para servir a los conquistadores, Venezuela se pobló lentamente. Su suerte económica cambió, sin embargo, con la llegada en el siglo XVIII de la compañía Guipuzcoana y el desarrollo de una próspera agricultura esclavista, que dio origen un ilustrado grupo terrateniente y comerciante. En los albores de la Independencia, a Venezuela la adornaban los criollos más brillantes de América: Miranda, Bolívar, Bello, Sucre. Empero, esa Independencia -feroz guerra social y a muerte- arrasó con las élites.
En Colombia las guerras de liberación se caracterizaron, en cambio, por su baja intensidad. Sus letrados sobrevivieron para fundar una república continuista cuyo sustento sería la ley, heredada de España y reverenciada en la Audiencia establecida desde 1549. Caracas adquirió Audiencia en 1786. Corta de togados, buena parte de la dirigencia republicana de Venezuela surgió de la oficialidad forjada en la guerra. Tradiciones distintas. 
Un Hugo Chávez, creen algunos, no es probable en Colombia. La revulsión con la clase política, que le llevó al poder, indigna también a los colombianos, pero su aversión al caudillismo supera a la de los venezolanos, para quienes ha sido moneda corriente, ingrediente de la nacionalidad. Algo va del abogado Francisco de Paula Santander al heroico llanero José Antonio Páez. El primero se comió el hígado pero entregó el mando pacíficamente a su adversario y sucesor. Al segundo, el poder lo obnubiló hasta la tumba. 
Después de Páez, la sucesión caudillista venezolana se prolonga casi ininterrumpida, sin que retozos democráticos fuesen más que cortinas de humo o estertores de algunos idealistas, hasta mediados del siglo XX: los hermanos Monagas, Antonio Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, Pérez Jiménez. Todos, excepto el último, se formaron en el campo de batalla.
Chávez tenía de algo de cada uno de ellos, pero quizá se acercó más a Guzmán Blanco (1870-1888): un torbellino megalómano de actividad, que en 20 años polarizó y transformó a Venezuela, mientras sembraba sus bustos en las plazas de todo el país. Tenía el don de la palabra y ningún recato: para su Congreso era el “Ilustre Americano”. Prefería, sin embargo, París, donde pasaba largas temporadas, a La Habana.
De Cipriano Castro (1899-1908), “el Moisés de la República” y hermano en verbo de Chávez, dijo Vargas Vila en Los Césares de la Decadencia que era “un huracán de hilaridad”, en el lenguaje llano y las metáforas del campesino tachirense. Le depuso su coterráneo y compadre Juan Vicente Gómez (1908-1935) -“El Pacificador de la República”- que acabó a sangre y fuego con las guerrillas oposicionistas. Astuto, murió en el poder, detrás de fachadas constitucionales y democráticas, como Chávez.
Los tiempos cambian y los pueblos maduran, unos más de prisa que otros. Hay quien estime que el experimento democrático venezolano (1958-99) flotó artificialmente sobre barriles y subsidios, así Acción Democrática rivalizara con la Cerveza Polar en llegar a todas las rancherías, mientras la élite económica y cultural boyaba ausente en una nube de complacencia. La oportunidad toca a la puerta. Hasta don Sancho Jimeno, el héroe de Bocachica en 1697, se adaptó tras un radical cambio dinástico, producto de un deceso (Carlos II) sin herederos ¿Por qué no Venezuela?

rsegovia@axesat.com

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