Columna


Los días sin clases

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

10 de abril de 2013 12:00 AM

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

10 de abril de 2013 12:00 AM

Carmencita podría haber despertado, como siempre, a las 5:30 de la madrugada. Podría haber sonado la alarma del celular en mitad de su sueño y podría haberse levantado de la cama cuando aún el cielo estaba oscuro y sólo se escuchaba el tenue crujir de la brisa entre los mangos paridos.
Habría sido la rutina perfecta: bañarse bajo el chorro de agua fría, ponerse el uniforme cuadriculado y después comer mientras la radio escupe el himno nacional como una consigna sin sentido. Pero no sucedió así. Carmencita había abierto los ojos más tarde y se había encontrado con la soledad de su casa y la loza sucia del desayuno. Un viejo reloj de pared marcaba las nueve de la mañana. Sólo entonces se acordó que ese día no tenía clases.
¿Es posible olvidar tan rápido a los colegios públicos? Aquí en Cartagena lo es, y de sobra. Basta decir que cada año las instalaciones se desmoronan sobre sus bases y los salones que antes parecían perfectos hoy quieren imitar a las ruinas de una civilización perdida, con sus tableros manchados, sus estudiantes de mentira y sus sillas descuartizadas y empolvadas, marcadas, generalmente, con corazones y vulgaridades.
Ahora las clases están suspendidas porque el Gobierno no consiguió un contrato a tiempo para los aseadores. Esto es producto del desorden administrativo en el que se encuentra la ciudad. Una anarquía sin solución que ya lleva cinco alcaldes en un año. Nada se planifica, todo se lleva a cabo con una improvisación de mal gusto. Y mientras tanto, los niños de las escuelas oficiales tienen que pagar injustamente por ello, y lo hacen con el derecho fundamental más importante para el desarrollo intelectual de una nación: la educación.
Cuando no se dan clases se pierde tiempo y dinero. El primero no se puede indemnizar y el segundo sale del contribuyente. No entiendo cómo un gobierno distrital que pavonea en los medios su interés por la educación permite estas situaciones tan parecidas a la trama de un chiste. Las instituciones educativas son el tema preferido de nuestra comedia nacional. Si Shakespeare estudiara hoy en el Liceo Bolívar diría que la vida de los colegios públicos es una historia formada por una serie de idiotas, llena de ruido y de furia.
Al momento de escribir esta columna observo al colegio que tengo frente a mi casa. El silencio es increíble. A veces suena el timbre para el cambio de hora y toda la ausencia del personal se siente cuando nada se altera, ni un leve chirriar de pupitres. Da risa extrañar la bulla del primer recreo. Desde un modesto segundo piso espero que el viento arrastre consigo las solitarias palabras de los porteros que sí fueron y que conversan sobre la derrota de un equipo local de fútbol caído en desgracia.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

@orlandojoseoa
orolaco@hotmail.com

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