Columna


Los nuevos narcisos

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

10 de junio de 2015 12:00 AM

El célebre sociólogo francés, Pierre Bourdieu, mencionó alguna vez en sus conferencias sobre la televisión que el mundo llegó a una época en donde los artistas, políticos e investigadores ya no desean salir en la televisión para difundir sus ideologías o descubrimientos científicos, sino para contemplarse a sí mismos en una actitud presuntuosa y banal. Para Bourdieu la pantalla del televisor se convirtió en la nueva fuente en la que se miran los nuevos Narcisos de los tiempos modernos. Eso mismo es lo que pienso de nuestros gobernantes en relación con las obras públicas: son unos ególatras que ven en la construcción de parques o en remodelar monumentos un espejo en el cual admirar su labor y no una oportunidad de cambio para los ciudadanos.

“Ser” dijo Berkeley “es ser visto”. Esta frase describe con precisión el narcisismo de la mayoría de los políticos en Cartagena. Es gracioso ver cómo a todos les entra un afán por figurar una vez que llegan al poder. Ninguno quiere ser absorbido por el anonimato de la institucionalidad sino que, por el contrario, buscan dejar su huella en un pedacito del patrimonio. Prueba de esto es el sinnúmero de placas con sus nombres en cada plaza, estatua y cuanto sitio de encuentro mandan a construir en la ciudad.

Basta con recorrer algunos barrios de Cartagena para encontrarte con los nombres de Nicolás Curi, Carlos Díaz Redondo, Juan Carlos Gossaín o Dionisio Vélez grabados en mármol. No hay obra pública de sus gobiernos que no las tenga. A veces me pregunto si los turistas más ingenuos pensarán que son mártires de la Independencia de tanto ver aquellos nombres regados por toda la capital de Bolívar.

Este asunto de las placas puede parecer una estupidez, pero hago énfasis en él porque detrás hay escondido todo un aparato simbólico que nos violenta y nos encasilla en una misma historia de súbditos y monarcas.

Cartagena tiene un problema grave: la complicidad de los habitantes con el excesivo culto a la personalidad que reciben sus dirigentes. Somos una sociedad servil y desproporcionadamente agradecida que subsiste con una filosofía mesiánica en la que constantemente vamos en busca de nuestros salvadores. Dos calles pavimentadas bastan para cerrarnos la boca, o un parque bonito para comprarnos la crítica. A eso nos hemos acostumbrado: a tener la mentalidad de limosneros que se conforman con nada y cuyo máximo estándar de buen gobernante es aquel que “roba pero hace”. Por eso no hemos aspirado a gobiernos más justos y eficaces.

Y si seguimos con esta forma de pensar y estos nuevos Narcisos, déjenme decirles que estaremos siempre jodidos.

*Estudiante de literatura de la Universidad de Cartagena

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