De cuando en cuando a quienes escribimos ficciones nos preguntan por nuestros filmes preferidos. ¿Cuántas películas ve uno en la vida? ¿Y alguien sabrá lo que duran las preferencias humanas? Tampoco se sabe cómo influyen las compañías en las salas oscuras, esa mano entre la tibieza tierna de los lenguajes de la piel y el deseo desbocado. A veces con la complicidad de la escena en la pantalla, otras, distraídos de las imágenes por la entrega a la furia interior. ¿Qué se recuerda más?
En Cartagena un club de caballeros iba a cine para cazar mujeres solitarias. Iniciaban su ritual y se abandonaban a un placer que no entregaba identidades, ni convenía otro encuentro. Silencio y sombra en la contenida voz vuelta respiración de asmático.
Además, para muchos, la pasión del cine fue un medido encuentro, como las misas de domingo. Una película por semana. Para otros fue una ansiedad desbocada que nunca cesa. O la obligación gozosa, contraída por contrato, del proyeccionista.
Conocí uno de turnos de casi 24 horas porque atendía a la junta de censores. Junta de clasificación era su nombre elegante. Clérigos y jubilados de doctrina preferían las incitaciones de la pornografía sin suciedad y cortaban las escenas que después de aceptadas con resignación excitada, calificaban de escabrosas. Esos recortes los recogía el proyeccionista quien inició un filme infinito de fragmentos, calzón de Cantinflas, y día tras día las veía satisfecho de sí, hasta enloquecer. Personaje olvidado de Woody Allen. El sexo sin globo que atrapa el cerebro.
¿Y quienes vieron su primer filme en la infancia remota, contarán éste entre sus inolvidables?
El niño de brazos que entró a la sala con un noble soborno de los padres al portero. No lloró, ni reclamó la teta, mientras Fellini dominaba a látigo a sus creaturas sublevadas, con un Mastroniani memorable y una amenaza de excomunión en los portones de los templos.
El susurro en las sombras: Nicolasa no te embadurnes de mostaza. Una niñita y las rosetas de maíz, y el perro caliente, escoltada por una pareja joven. Miraban una película donde la cabeza no expulsaba hadas.
Es difícil, entonces, escoger, recordar.
El Manga, con el reverso de la pantalla contra la ciénaga. La película de vaqueros. Yo era niño. Los caballos se escapaban de la luz. En las sillas duras me acoquinaba el miedo. Mi padre no estaba. Sin él, me refugié en la soledad y cerré los ojos. Ruidos de galope. Sudor frío.
Abrí los ojos: así fue que yo pude ver. En el teatro Miramar. Cine con estrellas del cielo y tormentas de la proyección. Moby Dick. Quijote ruso.
*Escritor
reburgosc@gmail.com
Comentarios ()