Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

04 de diciembre de 2016 12:00 AM

En un siglo XX que no había llegado a su primera mitad, dos guerras europeas cambiaron de modo dramático el destino del mundo, y entre la primera y la segunda confrontación, un sistema político con ideas diferentes a las francesas del XVIII, las que sustituyeron el feudalismo por el individualismo y el absolutismo por el Estado de derecho, generó alternativas que estremecerían la vida política y social de Occidente.

En nuestra América latina, que tuvo buena capa vegetal para las dictaduras militares, el equipaje ideológico de la Revolución rusa, embalado con el pensamiento de Carlos Marx y las lúcidas interpretaciones que de su materialismo esencial hicieron Lenin y Trotsky, empezó a calar en mentalidades que repudiaban el repetido juego de generales contra presidentes desde México hasta la Argentina. 

La dictadura de Machado en la Cuba de los años treinta causó reacciones que, si bien carecieron de efectos a corto plazo, crearon en la juventud una conciencia revolucionaria que no se daba tregua. Tales los ejemplos de Antonio Guiteras y Julio Mella, dos malogrados líderes cuyo legado rescatarían los jóvenes de la generación siguiente desde la trinchera secular de la Universidad.

El ataque al cuartel Moncada definió, bajo la dictadura de Fulgencio Batista, el nuevo trasegar revolucionario, la línea invariable de la lucha que se libraría contra los intereses que explotaban el azúcar, el tabaco y el turismo cubanos a gusto de los presidentes republicanos y demócratas de los Estados Unidos. De aquel asalto surgió el líder que avanzaría con fe en la victoria y sin miedo al sacrificio, vacunado contra las vacilaciones y las vicisitudes.

La revolución triunfante, dígase lo que se quiera, puso patas arriba la geopolítica continental, y al girar la cabrilla de un orden político a otro fue noticia mundial y cotidiana, y su líder socialista una figura seductora, a despecho de los enconos políticos, los fusilamientos, el derrumbe de la economía, el exilio que no cesa, las penalidades de los disidentes (incluyendo a los intelectuales) y su desprecio por la democracia burguesa y sus libertades.

La Revolución fue un salto histórico con blindaje de predestinación: resistió el inclemente bloqueo, los duros aislamientos y las trabas que le tendieron a su autodeterminación en los organismos multilaterales. Y al comandante le sobraron suerte, lujuria y tiempo para transmutar, en carne de aposento, a una asesina potencial que sucumbió a la magia del caudillo y a las artes del garañón.

La carga probatoria de lo bueno y lo feo de la Revolución cubana requiere una valoración estricta. Desde hoy comienza a recaudar el Tribunal de la Historia los elementos de convicción que le servirán para absolverlo o condenarlo.

*Columnista
carvibus@yahoo.es

 

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