Me ocurría de niño, cuando escuchaba melodías como Pachito eché, o los porros gloriosos de Lucho Bermúdez, o los boleros de Lara y Guty Cárdenas. Siguió ocurriéndome de adolescente, cuando piezas como Antioqueñita, Las mirlas, Soy tolimense y Campesina santandereana sonaban en el enorme radio Phillips que mi abuelo Bustillo nos regaló una día de Navidad. Esto es, me embelesaba.
Más tarde, ya de bachiller, el entusiasmo subía de punto cuando oía La cumparsita, Sus ojos se cerraron, Mano a mano, Caminito, Madreselva, Cambalache, Malevaje y pare de contar. Sería porque, además de los tonos de Gardel, Libertad Lamarque y Hugo del Carril, los entonaba en casa mi madre con su bella voz de soprano perdida en los afanes del hogar. O sea, me bastaba oír buena música para que me conmoviera –creía yo– una indefinible sensación espiritual.
Pues bien, solo hasta el miércoles pasado, un despacho de la agencia Efe, publicado en Londres por la revista Nature, reveló el secreto de lo que yo sentía – quien sabe cuántos más– y no podía explicar por considerarlo uno de esos enigmas inescrutables del alma humana. Pero no. Nada de enigma. El informe reproducido por El Tiempo revela que la disparada de nuestro placer con la música proviene de las mismas sustancias químicas del gustico del sexo y el goce de un buen plato de comida. Es decir, son dos versiones gastronómicas asociadas al pentagrama.
El estudio de la universidad canadiense que despejó el asunto, de modo minucioso, sobre los opioides cerebrales (nada que ver con el narcótico), me anima a sugerirles a mis coetáneos y a mis amigos mayores que yo (estoy pensando en dos de cada bando) que, en lugar de tomar Viagra, lleguen al momento supremo escuchando la música que les plazca y una hora después de haberse comido un New York Steak con salsa de mariscos. Sobraría la ayuda artificial y riesgosa si, peor aún, se mezcla con licor.
Lo anterior explica que la música haya dado mitos, y que la Academia Sueca hubiera variado, sin saber por qué, su criterio al escoger el último premio Nobel de literatura, para otorgárselo a un compositor y cantante norteamericano, Bob Dylan, pues el galardón de la variación inesperada tenía que ser para un gringo que, además y no precisamente para imitar a Sartre, se negó a recibirlo con sus propias manos.
Sobre los efectos emocionales de la música estridente y enloquecedora, nada dijo el equipo del sabio Daniel Levitín. Deduzco que ese silencio parcial pudo obedecer a que influyen más en la sensibilidad de los oyentes las drogas que meten, durante los conciertos bulliciosos con guitarra eléctrica y estruendo de tambores y platillos, que el origen neuroquímico del placer musical.
De la champeta, ni papa, por tratarse de un precalentamiento corporal.
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