Pese a que el rumbo de Abraham Ibarra Bustamante y el mío se bifurcaron luego de una amistad que nos unió desde niños, encontrarnos cada quince días o cada mes y hablar largo se nos volvió un rito de renovación afectiva en el que siempre había unos minutos para repasar unas cuantas aventuras de la juventud. Ejercíamos el derecho a la nostalgia sin traiciones de la memoria ni dudas sobre su precisión.
Las cábalas relativas a la posibilidad de estudiar una profesión liberal que todos los jóvenes tejen algún día, se le desvanecieron a Abraham, poco a poco, por los impactos diarios de un nombre alrededor del cual giraban los esfuerzos de su progenitor y la tranquilidad de su familia, Magali París, pues sintió la obligación, como primer varón de la prole, de compartir el oficio con el fundador a fin de que la sangre nueva mantuviera la continuidad de la tarea.
De Abraham hijo dependió, en su oportunidad, que los planes del padre corrieran de una generación a otra, cuando los frutos del trabajo se acumulaban y el nombre de la empresa familiar ganaba puntos y prestigio. Su concurso fue clave para la proyección de ésta. Las derivaciones de la primera semilla, sembrada entre la calle del Candilejo y el Portal de los Dulces, constituyeron la bien luchada prosperidad de un patrimonio hecho a pulso y con reglas claras, a la usanza de entonces.
Por eso, el nombre de Abraham Ibarra Bustamante sonaba en la actividad comercial de la región como puntal de un estilo que respetó principios. Ese fue el patrón de conducta que grabaron los gremios que lo tuvieron de afiliado, como la Cámara de Comercio y Fenalco, y que jamás sufrió alteración con los éxitos ni con los sinsabores. El ejemplo paterno y los resortes propios de su condición empresarial prevalecieron en las buenas y en las malas. Siempre le imprimió entusiasmo a lo que hacía, y con el mismo entusiasmo enfrentaba los imponderables.
Para Abraham la vida no fue un infierno en plena algarabía de azufres, pero tampoco un paraíso con música de Palestrina. Su mérito radicó en haber comprendido y reconocido que no hay tránsito vital que no tope con vientos alternativamente favorables y adversos, y que para capearlos se exige imaginación de jugador y coraje de gallo fino. Cada vez que pueda –decía– cargaré arrobas hasta los carretones con tal de cumplirle al Magali París.
El procedimiento que se practicó al final fue la última esperanza de mejorar su despiadada falencia respiratoria. Lastimosamente no fue así para pesadumbre de sus parientes y sus amigos. No faltó la voltereta que le truncara el anhelo. La búsqueda del alivio le precipitó la muerte, pero no perdió el optimismo. De seguro venía confiado en que la ciencia le condonaría las secuelas de la nicotina y del alquitrán.
El destino fue, una vez más, inexorable.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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