Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

20 de mayo de 2018 12:00 AM

El señor Donald Trump no hace el menor esfuerzo por desconectar, de la responsabilidad presidencial que adquirió, su mentalidad de especulador de bienes raíces y sus caprichos de lunático. La casi segura reculada del otro lunático, el norcoreano Kim Jong-un, de la cumbre que acordaron para el 12 de junio, proviene de la desconfianza que inspiran los gruñidos de taberna de su eventual interlocutor. Mentira que sea una estratagema del oriental para negociar con ventaja.

Haberse salido del acuerdo con Irán sobre armas nucleares fue lo que amoscó a Kim. Ni la comparación con Gadafi ni los ejercicios navales entre Estados Unidos y la otra Corea lo desquiciaron. Más bien el zumbido pretencioso de una desnuclearización unilateral de Norcorea, sugerida por Trump, lo hizo sentirse candidato a una burla canallesca. Con el hombre del rubio tupé nada es seguro ni serio, ni siquiera el riesgo de una guerra nuclear.

La amenaza que representa para Trump el affaire que tejió con los rusos le alborotó su neurosis congénita. Con razón. De caerle en la nuca una prueba incriminatoria, se le despeja el camino a un juicio político y no será decapitando al fiscal Mueller como evite caer de bruces a los pies de la Trump Tower, donde urdía sus tortuosas maquinaciones contra Hillary Clinton con los calandracas de su equipo de campaña.

Observar las actuaciones del hijo y el yerno de Trump me remite a las andanzas de uno de los hermanos Rojas Correa y de Samuel Moreno Díaz (hijo y yerno del general Rojas Pinilla) durante el binomio Pueblo-Fuerzas Armadas, con el ganado y el café. Igual me percato de que la diferencia entre Ivanka Trump y María Eugenia Rojas es más de esplendor físico que de conducta. Unos y otros creyeron que la irreflexión de los validos de la familia es lluvia que cae en el océano y su tráfico una máquina de relojería en fase de prisa.

En vista de que Kim no es tan retardado como lo aparenta, también pensó en el basurazo infligido a las reanudadas relaciones estadounidenses con Cuba. El amarillo resolvió ponerse rojo una sola vez y airear la advertencia de que con él nadie juega con los dados cargados. Aun llevándose a cabo la cumbre, las expectativas abrigadas por la humanidad se desinflaron.
Pensar que Adlai Stevenson no fue presidente de los Estados Unidos y lo es, sesenta años después, un “gallinazo” de actrices porno. De ese tamaño es el descenso de la democracia norteamericana.

Los tartufos aparecen en épocas de decadencia y desmoralizan la historia con sus mezquindades, como el empecinamiento de Trump por desmontar el legado de Obama, cueste lo que cueste. Sus actos oficiales constituyen una guía para paletos, elaborada sin sosiego mental. El poder es intrepidez pero también es diplomacia y, a veces, resonancia de continuidad. Todavía lo ignora.

“La amenaza que representa para Trump el affaire que tejió con los rusos le alborotó su neurosis congénita. Con razón. De caerle en la nuca una prueba (...)”
 

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