Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

23 de septiembre de 2018 12:00 AM

En apariencia, casi todo lo que sucede en el tejido social del país contribuye a enrarecer la atmósfera que respiramos. La tensión entre sectores y núcleos de población se infla y, por consiguiente, asoman la proa conflictos que se ciernen como trágicos augurios sobre una sociedad que reclama convivencia, paz, solidaridad e interdependencia, por lo general con incierta fortuna.

Dos fenómenos desbordados de sus cauces, como la violencia intrafamiliar y el acoso laboral, ya tienen en Colombia recorrido y legislación sancionatoria, pero no soluciones proporcionales a su dramatismo y frecuencia. No hay un día de Dios en que no se publique en los periódicos un rostro de mujer hinchada a puñetazos, o el de un subalterno humillado sádicamente por su superior. Detengámonos por hoy en el segundo de ellos.

Desazona que mientras por un lado se proyecte mejorar el empleo formal y subir sus indicadores, por otro arrecien el maltrato y las arbitrariedades de los jefes y patronos, con secuelas desintegradoras en lo que debería ser una relación normal entre el capital y el trabajo. De esa forma, se deteriora la interlocución que permite, si se estabiliza y se preserva, zanjar las diferencias de clase sin traumas.

Durante el último año, el Ministerio de Trabajo se empeñó en bajarle intensidad al miedo a denunciar los casos de acoso laboral. Sin embargo, el total de querellas acumuladas y algunos estudios de algunas universidades muestran conclusiones que abruman, como para que los acosados urjan asistencia sicológica y siquiátrica por sus anonadantes alteraciones temperamentales.

Un sociólogo contratado por una de esas universidades –que no es petrista ni desmovilizado de las antiguas Farc– me contaba, describiéndome hallazgos concretos, que voladas de rayas rojas se han visto en las que el acoso laboral se asemeja al infame trato entre amos y esclavos. Se diferencian en que no flagelan con el látigo ni marcan el lomo con herrete. Una licencia brutal que la civilización repudia, pero que para el capitalista intolerante es un acto de disciplina mientras no lo metan en cintura.

Soltemos una preguntita elemental: ¿Qué se hacen, entonces, los foros, las conferencias, los seminarios y los diplomados sobre manejo de personal?

Los jefes hombres son más inflexibles que las mujeres, aunque excepciones no faltan en el enrevesado pasadizo de la brega cotidiana. Una de mis exdiscípulas, que trabajó por años en una entidad gremial, me confesó que, al tirar la toalla el día en que su patrona la increpó encendida de la ira, estuvo a punto de dirigirle su carta de renuncia a la doctora Juana de Mañozca, la versión femenina y actual de uno de los dos primeros inquisidores del Santo Oficio en Cartagena.
Otra manera ingeniosa de promover la igualdad de género.

*Columnista

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