El conocido folclorista sanjuanero Efraín Calvo Romero (El Rañao) estuvo a punto de sucumbir a una fuerte depresión que lo enfrentó a un dilema mortal: “O me salva el ingenio o me suicido”. Todo porque notó a su señora indiferente, desentendida de los achaques que lo incomodan y como que con ganas de separar cobijas antes de finalizar el año. Así lo interpretó luego de la sensación de soledad que le insufló el viraje temperamental de su compañera.
“Me hincha la cabeza la palabra divorcio cada dos minutos”, le dijo El Rañao al Checha Betancourt con un gesto que suscitaba tanta pesadumbre como la que sentía al decirlo. “A mi edad, Checha, una petición de divorcio de mi mujer sería mi muerte. No me lo ha insinuado siquiera, pero se lo leo en la pepa de los ojos. Creo que sólo le falta pescar la ocasión precisa para darme el planazo en lo más blandito de mis sentimientos”.
Cántale aquel tango que le cantaste en una serenata cuando eran novios, le sugirió Betancourt: “Quiero verte una vez más/ amada mía/ y extasiarme en el mirar/ de tus pupilas”/. Si esa letra no le revuelve el sublime pasado de su idilio contigo, entonces sí, viejito, échate al estricote.
¿Y la estrofa que sigue?, protestó El Rañao.
¿Cuál?
“Quiero verte una vez más/ aunque me digas/ que ya todo terminó/ y es inútil remover/ las cenizas de un amor”/. Imagínate, le sirvo el plato, y ya no cuento con Pacho Bustillo para que me consuele y aconseje como sólo él sabía hacerlo. Pacho era mi pediatra y mi siquiatra.
El hombre del descruce estaba cruzado por la desesperanza, y el ingenio aún no se le manifestaba. “Qué Navidad la que me espera. Y peor el Año Nuevo”, exclamó la noche del 20 de diciembre. Pero a la mañana siguiente salió a cambiar el cheque de su pensión al Banco Popular, y a desearle feliz navidad y próspero año a la gerente, Ana Celina María Orozco Sebá, quien le brindó un café y le compró un CD de cinco milongas y cinco vidalitas grabadas por él.
Pero como todo tiene su instante propicio y terso, El Rañao vio, cuando abandonaba el banco, al doctor Bonifacio Corrales, un litigante laborioso que lo secunda como contertulio siempre que se encuentran. Doctor –le gritó–, lo necesito. No es cura ni médico lo que busco, sino un abogado.
A tus órdenes, Rañao.
“La casa donde vivimos mi señora y yo la compró ella con su liquidación y un chance grandecito que se ganó, pero me luce que quiere separarse de mí. Dígale que yo le di poder a usted y que tenemos que venderla para liquidar la sociedad conyugal. Mitá y mitá”.
Corrales cumplió su misión, y la señora le prometió que en 24 horas le respondía.
Rañao llegó a su casa a las 5 p. m. de ese día, y la señora lo recibió con una porcelana de agua tibia para el cansancio de los pies, una piyama de seda para estrenar, unas pantuflas Florsheim de gamuza azul y un jugo de fresa frapé. A las siete le sirvió un filete de mero alcaparrado con papas salteadas y ensalada de remolacha, y dos horas después, antes de acostarse, le dio tres besos en triángulo: uno en cada sien y el otro en la boca.
Rañi, le preguntó, quién es un doctor Bonifacio Corrales.
San Bonifacio, aclaró él.
¿Es un santo?
Veo que te pareció poquito el milagro que me hizo contigo.
Columnista carvibus@yahoo.es
NOTICIAS RECOMENDADAS
Comentarios ()