Columna


Moral revolucionaria

RODOLFO SEGOVIA

28 de mayo de 2016 12:00 AM

Dicen que antes de dos meses habrá acuerdo con las Farc. Una vez cocinado el blindaje que las libran de la cárcel, se ha superado el último escollo. Los hábiles medio genios y medio rábulas que armaron los artilugios le metieron acuerdo especial humanitario, avalado por la Cruz Roja y depositado bajo llave en Suiza, que será refrendado por el Consejo de Seguridad de la ONU. Y para ponerle color local, involucraron Congreso, Corte Constitucional y pueblo soberano (con presencia un tanto recortadilla). Todo un sándwich cubano constitucional.

Un rescoldo, sin embargo, sigue produciendo escozor aun entre los partidarios de apaciguar a las Farc: en ningún aparte o declaración de la guerrilla se habla de contrición o propósito de enmienda. Púdico manto cubre décadas de matanzas y destrucción del patrimonio común ausentes de los acuerdos de paz. No han dicho estar arrepentidas. Y según la moral revolucionaria, no tienen porque estarlo. Por lo mismo hay quienes sospechan que votos en vez de balas no es más que un oasis de conveniencia.

Los niños secuestrados por las Farc aprenden que la moral revolucionaria nada tiene que ver con el ángel de la guarda, ni las nociones maternas del bien y el mal. Se les enseña que son conceptos políticos subordinados a un propósito mayor: la sociedad perfecta, libre de la propiedad privada y, eventualmente, libre del Estado mismo. Todo lo demás es bazofia burguesa. Así, nada en la lucha revolucionaria es reprensible.

Sucede, empero, que la moral de la sociedad colombiana es de raigambre platónica, por vía del cristianismo. Los fundamentos de la convivencia parten de que el bien en abstracto es el bien supremo, de donde se infiere el rechazo del mal. La moral platónica no admite subordinación a crueldades en aras de una visión de sociedad ideal. Lo bueno es bueno porque es bueno, como argumentó con lucidez Kant dos mil años después de Platón. Serían entonces las Farc las que deberían renunciar a la moral revolucionaria para integrarse al resto de Colombia. Por estos tiempos, todo el mundo pide perdón, excepto las Farc. Entre las creativas argucias jurídicas, falta el capítulo del arrepentimiento con propósito de enmienda.

Muerto don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697, se acordó la paz, a la que él se hubiese opuesto, con los indomables cimarrones del capitán Nicolás de la Rosa en el arcabuco más allá del Canal del Dique. El santo obispo Antonio María Cansiani, de la venerada orden de San Basilio, medió un pacto provechoso. En 1716, los palenqueros obtuvieron su libertad legal, el comercio con Cartagena y el derecho a sus tradiciones, a cambio de jurar al rey y meterse bajo campana. Aceptaron al cura para lo espiritual, pero sin que nadie fuese a gobernarlos en su comunidad. La nueva parroquia se llamó San Basilio de Palenque. Hubo tácita aceptación de la moral platónica.

Se les enseña que son conceptos políticos subordinados a un propósito mayor: la sociedad perfecta, libre de la propiedad privada y, eventualmente, libre del Estado mismo.

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