Conocí a Dorothy de Espinosa por el doctor Eduardo Lemaitre Román. Llegaron a mi oficina, en la Casa del Marqués de Valdehoyos, para hablarme del proyecto de la Fototeca Histórica de Cartagena. No tuvieron que convencerme de la importancia de la iniciativa. Siempre he creído que la única forma de mantenernos vigentes para el mundo es dando a conocer nuestra identidad cultural y la presencia trascendente de esta ciudad en la historia colombiana. Era, por lo tanto, necesario que la sede de la Fototeca estuviera allí, en esta casona testigo de la vida colonial y de los versos irónicos del Tuerto López.
Días después apareció ella con su español hablado a lo inglés, su calidez y su alma luchadora. Me contó que tenía mente de ‘girl scout’ y que, guiada por su espíritu explorador, trabajó como enfermera en Panamá y luego viajó a Colombia horas antes del asesinato de Gaitán. Su familia, como es entendible, le rogaba que volviera a los E.E.U.U. pero Dorothy estaba encantada con la ciudad y con el hospital. Por eso decidió calmarlos mandándoles diversas fotos de los rincones más insólitos y emblemáticos de esta tierra. Complementó el ejercicio retratando las casas solariegas de Manga: quería convencerlos de que no se hallaba en una aldea primitiva sino en un sitio con una concepción de vida similar a la de Nueva Orleans. Este ejercicio juvenil, como observadora acuciosa, la unió definitivamente al lente y al Caribe. Su colección fue creciendo como su interés por conocer la pequeña historia cartagenera. Varias familias le entregaron sus álbumes para legarle su testimonio gráfico a las nuevas generaciones dándose así el inicio de la Fototeca.
A la sede pronto llegaron los estudiantes quienes sentían deleite al escudriñar los archivos y descubrir los cambios arquitectónicos y sociales de la ciudad amurallada. También se emocionaban al encontrarse con las costumbres que nutrieron el alma de sus ancestros. Aprendieron sobre nuestra historia con fotos como las del entierro de Núñez, las de la visita de Franklin D. Roosevelt o las de don Juan Carlos de Borbón de cadete, en los años 50. Comprendieron que identificando el pasado podrían vislumbrar con mayor conocimiento de la realidad hacia el futuro. Una lección de vida invaluable.
Los Espinosa amaron sin límites a Cartagena. Asumieron desafíos educativos, culturales y de salud pública con toda la dedicación que tenían al trabajar por el bienestar del ‘Corralito de Piedra’. Sus proyectos fueron pensados para ir hacia el progreso sin olvidarse de la fuerza creadora que está en preservar la tradición.
Hoy mi memoria recorre, con gratitud y afecto, esos días del ‘Lente de nostalgia’ para evocar a esta “gringa” que se entregó por entero a la multiétnica Cartagena de Rafael Núñez y Antonia La Pelada.
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