Desde la década de los sesentas, el Estado perdió el rumbo en la defensa de la educación superior pública. No sólo porque ante la crisis de la universidad pública permitió proliferar a empresas privadas que tomaron la forma aparente de universidades sino porque el interés público cedió en ellas ante la ofensiva de los intereses particulares. Muchas instituciones de educación superior fueron, y son, negocios familiares.
No hay explicación de por qué el Estado dejó pasar tanta anomalía como las que ocurren todos los días y a la luz pública en ciertas instituciones de educación superior. El caso de la rectoría de la Universidad Autónoma del Caribe en Barranquilla es la punta del iceberg; un caso del que, sin embargo, se hablaba tanto hace varias décadas, pero que nunca se tomaron medidas a tiempo. En una sociedad motivada por principios éticos, no hubiese ocurrido.
El libro ‘Gette, la herencia maldita’, cuyo autor es el periodista Felipe Romero, fue presentado recientemente. Su contenido es la historia de la ex rectora de esa universidad, quien llegó a Cartagena como bailarina de cabaret y terminó convertida, con la rapidez de un tornado, en máxima autoridad universitaria, cargada de títulos y doctorados e incluida en una espuria lista de artistas regionales. Los medios nos dicen que antes de ir a la cárcel había usurpado el trono a la familia propietaria, recibía un gigantesco salario, usaba a su antojo fondos institucionales, creaba negocios para vender servicios internamente y, finalmente, se habría encargado, luego de sus vínculos con paramilitares, de ordenar y financiar un asesinato, lamentado profundamente por la sociedad barranquillera.
Barranquilla está cerca y Cartagena no está lejos. Aquí proliferan instituciones en las que la vulgar ostentación de sus propietarios ha sido preparada con las mismas recetas. Por las calles se habla de éstas, pero las investigaciones oficiales nunca las prueban. Familias enteras enriquecidas, aplaudidas como emprendedoras, no son más que núcleos de avivatos de manos largas lucrándose. Y cuando menos, cualquier iletrado vendedor de autos llega a directivo universitario para favorecer su negocio particular.
Lo más grave es que no podrá haber ‘tatequieto’ a esas anomalías, mientras sigan dándose casos como los que hemos tenido, en los que son las mismas primeras autoridades las que al terminar su mandato le enrostran a la ciudad su flamante negocio. Rescatar el sentido de lo público de la educación es un imperativo y para ello se necesita una ética compartida, transparencia y vigilancia y sanción sociales. O acaso, ¿usted estaría tranquilo si sus hijos estuviesen en manos de quienes esquilman al erario o pagan sus lujosas residencias con sus matrículas?
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